¿Por qué nos odian?
Amigo Sancho, Esa misma
pregunta ya se la hizo un tal Herodoto
allá por el siglo V A.C., mucho antes de que se hablase de cristianismo, antes
de que los judíos fuesen estrictamente monoteístas y, por supuesto, mucho antes
de que naciera el gran profeta Mahoma. Entonces me pregunto, amigo Sancho, si
esa cuestión ya se la planteó un eminente sabio de aquella época tan lejana ¿no
sería prudente, en aras a la razón, buscar las raíces de ese odio con
anterioridad a la existencia de las tres grandes religiones monoteístas
actuales? además de convenir en que éstas no son sino argumentos o instrumentos
que han servido para avivar esa animadversión prexistente y esa sed de sangre.
¿Por qué a los pueblos de Oriente y Occidente les resulta tan difícil vivir en
paz? se preguntaba el bueno de Herodoto mientras concluía diciendo que las
diferencias generaron la sospecha, la sospecha engendró la guerra y la guerra
reafirmó el odio. Veamos si atinamos a ver dónde arrancan esas diferencias que enfrentan
a esos dos mundos que llamamos Oriente y Occidente. Para ello nos asomaremos a tiempos bastante pretéritos.
Para no ir tan lejos, empecemos
por el gran Imperio Persa, el cual dominó lo que hoy llamamos Oriente Próximo
desde el siglo VI AC hasta principios del siglo VII de nuestra era, justo hasta
que los árabes de Mahoma lo conquistaran de un solo golpe. Doce siglos (en
números redondos) donde los cambios generales que se producían en aquella
sociedad se limitaban principalmente a la existencia de una mayor o menor
estabilidad política y de una mayor o menor amplitud de fronteras. Sin embargo
en lo estrictamente sociológico el imperio persa se reafirmó como un sólido
hormigonado de prejuicios sociales, morales y religiosos. Los persas poco
innovaron sobre dichas cuestiones, se limitaron a respetar las creencias
prexistentes aunque promovieron el mazdeísmo, religión monoteísta de Zoroastro
con un único dios de luz, amor y justicia, Ahura Mazda.
Y aquellas antiguas creencias y
formas de vida de la muchedumbre, de lo que hoy llamamos “el pueblo”, se sintetizaban
en una profunda religiosidad repleta de dioses furiosos, tiranos y misteriosos,
de multitud de demonios que hostigaban las conciencias, de espíritus malignos
que acechaban por las noches los hogares, una estructura de pensamientos en los
que la vida del hombre poco o ningún valor tenía pues era un simple servidor de
aquellos dioses. Así el individuo era una simple hormiga que fácilmente podía
ser aplastada por la ira o el capricho de una divinidad, cuya palabra ningún
valor poseía, seres los humanos, en definitiva, que nada tenían que decir en
este mundo, formando de esa manera un esqueleto social de conciencias asustadas
y conformistas, de costumbres inmovilistas heredadas de aquellos a quienes los
persas vencieron y sustituyeron en el poder, una masa obediente y fácilmente
manejable desde la divinidad a través de sus mensajeros e intérpretes en las
personas de los reyes y de los sacerdotes dentro de unas superestructuras rancias y conservadoras celosas
vigilantes de aniquilar cualquier idea sospechosa que se enfrentara al orden
establecido.
Así continuaron gobernando a unos
pueblos regidos por las tradiciones milenarias del antiguo Iraq o Mesopotamia,
reinos en los que siempre se había dado por sentado que un monarca debía mandar
y conquistar por la fuerza, un campo fértil para sistemas dictatoriales, donde
el poder se concentraba en un jefe y la sociedad se limitaba a acatar sus
órdenes. Pero los persas deseaban más, lo llevaban grabado en su ADN. Tan
convencidos llegaron a estar de su supremacía moral, política y militar que,
por momentos, su afán expansionista respondió principalmente a la prerrogativa
de ser dueños del mundo. El mundo debía ser persa ¡Qué buena fortuna para las
pequeñas naciones haber terminado como esclavas del rey persa!... y todo
aquello, aquella argamasa de ideas dictatoriales, sanguinolentas y de
prejuicios de la antigüedad, aquella sociedad monolítica conservada por los
persas fue traspasada a sus herederos, los árabes de Mahoma, el islam que
sustituyó al imperio persa y que se extendió a golpe de espada por las
posesiones más frágiles de un extenuado imperio romano oriental, es decir, por el
norte de África y gran parte de Anatolia.
A lo ya añadido, querido
Sancho, con los cambios que supone el sustituir numerosas religiones y ritos
por una sola religión a punta de espada, digamos que la fe islámica persigue fundamentalmente
construir una sociedad musulmana universal, para lo cual es de obligado
cumplimiento defender y propagar el islam por todo el mundo, continuando con la
idea expansiva de sus predecesores los persas, y todos los musulmanes por
mandato divino deben participar del esfuerzo de universalización de su fe. Ese
esfuerzo se llama yihad y no necesariamente se refiere a usar la violencia. Pero
como bien sabes, aunque muchos no compartan el uso de la violencia, en su fuero
interno ven con cierta simpatía tal circunstancia por ser un objetivo común
entre los violentos y los no violentos, e imitando tu locuacidad al caso viene el
refrán que nos dice que “unos mueven el árbol y otros recogen las nueces”.
Ahora bien, en justicia hay que decir que no todos los musulmanes
responden a tal arquetipo, cuestión esta que trae locos a los servicios
secretos de muchos países en las últimas décadas. Te lo digo, amigo Sancho,
porque en nuestros tiempos tendentes a simplificar hasta lo más simple yihad
suele entenderse como guerra santa, y guerra es sinónimo de uso de la fuerza,
pero reitero que su sentido es mucho más amplio. El uso de la fuerza es sólo
una de las posibles vertientes de la yihad. Y esto no lo inventaron los
musulmanes. También los judíos y los cristianos, herederos de las religiones y
costumbres mesopotámicas, lo tienen como mandato divino en sus Escrituras
Sagradas, en concreto te invito a que repases el Levítico 26, 7 y 8:
“Perseguiréis a vuestros enemigos, que caerán ante vosotros a
filo de espada. Cinco de vosotros perseguirán a ciento, y ciento de vosotros
perseguirán a diez mil; vuestros enemigos caerán ante vosotros a filo de
espada.”
Bien, por tanto, amigo Sancho, debemos
convenir en que Oriente está formado por unos modelos sociales cuyos
principales condimentos son la represión política, militar y religiosa, la nula
participación activa en lo social del individuo en tanto se somete
voluntariamente y en conciencia al líder y a su Dios, y todo ello con
independencia de los cambios de reyes, emperadores, guías religiosos y
religiones mismas a través de milenios, pues dichos rasgos han permanecido con
abrumadora solidez desde las culturas mesopotámicas, pasando por el imperio
persa o el antiguo Egipto hasta llegar a los actuales Islam y a las últimas tendencias
socialistas y nazis, como es el caso de los partidos Baath en Iraq o en Siria.
Sociedades que nunca
construyeron grandes Estados a partir de la voluntad y las ideas de una gran
mayoría de individuos, unidades sociales que no fueron creadas desde los
cimientos propios del pueblo, sino desde la dirección y la represión, bien sea
desde el poder militar, bien sea desde el poder religioso, aunque más bien
diría yo que de ambos. Y la ausencia de grandes Estados desde la caída del
imperio persa, salvo los primeros califatos, trajo consigo la disgregación, la
diseminación, las taifas (como sucediera en épocas pasadas de la España
conquistada), los enfrentamientos tribales.
Date cuenta, amigo Sancho, que
en el siglo XIX y gran parte del XX todas estas sociedades mostraban un alto
componente de articulación a través de familias, tribus y pequeñas
congregaciones que se enfrentaban los unos contra los otros por cualquier
motivo, donde el señor de cada familia dicta lo que cree conveniente y todos le
siguen de forma ciega. Muchos señores, demasiados, príncipes, reyes, jeques,
emires, ayatollah, sultanes, señores de la guerra, que imponen su parecer sobre
grupos étnicos con marcadas diferencias y conciencias sociales e individuales,
cuanto menos, con un fuerte y notable carácter medieval. Y en eso llegaron los occidentales,
la otra parte del conflicto.
Respira y sazona tus viandas, amigo Sancho, porque volvemos
atrás en el tiempo para ver cómo nace occidente. Viajemos a las escarpadas
islas de los mares Egeo y Jónico, al Peloponeso y a la Macedonia. Tierras
agrestes, aisladas, tierras de pueblos marineros que salieron del neolítico algunos
milenios después de que lo hicieran los mesopotámicos. Algunos miles de años
son muchos años. Y estas sociedades aisladas de las grandes urbes donde se
condensaba el conocimiento, la religión y los señores poderosos poco bebieron
de sus mitos, de sus tradiciones y de su forma de ser.
Frente a la concentración de grandes masas de población
dirigidas con férrea mano la diseminación en aldeas y pequeñas urbes con alto nivel
de aislamiento; frente a la concentración del poder político de casi un
continente en manos de un único rey la diseminación en innumerables ciudades
estado con regímenes distintos e independientes; frente a dioses omnipotentes
que regían la vida del individuo dioses que, a pesar de ser súper poderosos,
perdían batallas contra enemigos tan poderosos o más que ellos, dioses que también
guerreaban entre sí cayendo heridos e incluso muertos, dioses que comenzaron a
existir después de otros seres, los gigantes, y que, por tanto, no crearon el
mundo, dioses temibles pero odiados, para quienes los humanos eran juguetes a
su capricho, dioses no respetados por no existir castas sacerdotales ni poderes
políticos que asumieran su imposición; y principalmente frente al sentimiento
de opresión desde el nacimiento del individuo, la libertad de elegir su propio
destino, de buscar explicaciones racionales al mundo lejos de contestar a cada
pregunta con el “así lo quieren los dioses”, la libertad de construir
sociedades distintas a las ya existentes en la zona civilizada oriental y,
sobre todo, el sentido práctico de la vida por meras cuestiones de supervivencia,
pues en nada se parecían los fértiles terrenos mesopotámicos y del Nilo a las
escarpadas islas griegas.
Y los persas toparon con aquellos individuos en las famosas
batallas de Maratón, Salamina y las Termópilas. E inesperadamente aquellos griegos
sometieron al más esperpéntico de los ridículos al todopoderoso ejército
oriental pavoneándose por ello y ridiculizando a los persas en la más mínima
ocasión que encontraban. Y al poco el gran Alejandro se internó y sometió al
imperio persa a la mayor humillación padecida hasta entonces. Los persas, de
repente, se veían invadidos por aquellos occidentales pueblerinos que se reían
de sus dioses ¡Qué desgracia para el gran imperio, para su forma de vida!
Mientras tanto la Magna Grecia (Sicilia y el sur de Italia) se
llenaba de florecientes ciudades donde el aislamiento religioso se pronunciaba
más aun, ciudades que empezaron a comerciar con otra pequeña algo más al norte
llamada Roma. Y Roma asimiló la sabiduría helena y la añadió a su ruda, clara,
sencilla y pragmática forma de hacer las cosas y de ver el mundo. Un mundo
lleno de superstición y de dioses paganos, miles de dioses que provocaban la
falta de respeto de las gentes al hecho religioso, incluso la comicidad, pues
la diseminación de creencias y de ritos hacían parecer que sus verdades no lo
fuesen tanto y, por consiguiente, hablamos de dioses bastante aislados de las
tareas cotidianas y comunes del normal de los ciudadanos. Así los primeros
romanos concluyeron en separar las leyes divinas de las leyes humanas. El mundo
de los dioses del mundo terrenal, lo material de lo espiritual, la Religión del
Derecho. El gran hito de Occidente.
Atento, amigo Sancho, porque ahora viene lo importante de este
sermón que te estoy infligiendo. Posteriormente el cristianismo se fundió
fácilmente con lo romano por dos motivos esenciales. El primero por ser una
religión que, en sus fundamentos teóricos (no me lo confundas con el desarrollo
práctico) no persigue conformar régimen político o religioso alguno ni tampoco
someter a las personas a algo parecido sino separar el poder espiritual del
material (“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”) para
que el hecho religioso germine desde el interior del individuo a la sociedad y
no al contrario. El segundo motivo radica en que el cristianismo, a pesar de la
resistencia institucional de la Iglesia Romana, promueve la libertad del individuo
incluso frente al mismísimo Dios, por ser Éste, el Dios de Jesús, quien así lo
desea según sus prescripciones que no son otras en su esencia que todos los
mandamientos de Dios, es decir, toda la doctrina cristiana, se resumen en dos.
Lo demás son artificios, desarrollo intelectual, parábolas explicativas,
ornamentación al fin y al cabo por distintas personas en distintas épocas,
resultado lógico de estas mentes complicadas e imperfectas que tenemos.
Y la libertad del individuo se manifestó tras la opresión
eclesiástica medieval en forma de lo que llamamos “Humanismo” allá por la época
del Renacimiento en la que tú deambulabas junto a tu señor por estas tierras de
España. Y ese Humanismo cristiano se convirtió después en el Humanismo racional
con la proliferación de las universidades (instituciones creadas por la propia
Iglesia). Y el Humanismo racional dio lugar al Siglo de las Luces donde
numerosos pensadores forjados en las propias universidades buscaban una
sociedad más libre alejada de los poderes políticos y religiosos tradicionales.
Así nació el liberalismo que acabó con el Antiguo Régimen.
Y después vino la Revolución Industrial, como consecuencia del
nuevo sistema político y del avance cultural universitario que, por primera vez
en la historia, alimentó a miles de mentes capaces de producir miles de nuevos
inventos y de nuevas tecnologías. Y las convulsiones y desajustes del parto de esa nueva
sociedad desde el siglo XIX llevaron a Occidente a las dos grandes Guerras
Mundiales, dos esperpentos llenos de atrocidades. Y esas dos
experiencias traumáticas sirvieron para que Occidente desease la paz, y para
que construyera sistemas políticos garantistas de los Derechos Humanos, esos
que se derivan de la propia religión cristiana, pero ahora separados de ella
para ser aceptados como elementos ideológicos fundamentales y característicos
de nuestra propia sociedad e independientes de cualquier religión o ideología. Y así
el sentimiento religioso occidental permanece latente en el interior de los
individuos mas no así en lo social desde una perspectiva estrictamente política,
al menos en lo formal. Occidente sigue siendo cristiano pero los Estados son
laicos o aconfesionales y no persiguen ningún objetivo religioso.
Mientras tanto Oriente continua con un sentimiento religioso más
o menos similar al de épocas medievales ¿por qué? te preguntarás, amigo Sancho.
Porque su religión, el Islam, no concibe la separación de los poderes
espiritual y material. Mientras nosotros tenemos leyes garantistas que emanan
del pueblo, de los propios individuos
que las proclaman y aprueban a través de sus representantes, su principal ley es
El Corán, un libro religioso que en muchos aspectos continua manteniendo
elementos que nuestra sociedad ya no comprende aunque en otras épocas los
compartiera tácita o expresamente, como el menor valor de la mujer frente al
hombre, o la violencia física manifestada en formas de castigo y un largo
etcétera de ideas que chocan como dos concepciones distintas de lo justo y lo
injusto entre islámicos y occidentales.
El poder religioso y el poder político se acumulan en las
personas que gobiernan sobre estos países, países que no pasaron por los
filtros del Humanismo, del Liberalismo y de la Revolución Industrial, países
cuyo nivel económico y de vida eran y siguen siéndolo muy inferiores a los de
Occidente. Países repletos de individuos que, en el fondo, miran con envidia lo
conseguido por la sociedad occidental en cuestiones materiales pues pretenden
imitarnos en bastantes cosas, así como servirse de nuestros avances, medios y
conocimientos aunque no renuncian a su filosofía de vida por considerarla moralmente
superior, puesto que para ellos es la propia palabra de Dios en la que se
encuentra la imperiosa necesidad de extender su religión sobre toda la
humanidad simplemente por ser ello un mandato divino.
Países en los que la fuerza de los ejércitos occidentales ha
dejado su impronta, bien como daños colaterales en las guerras mundiales, bien
por intereses estratégicos, petrolíferos e industriales en momentos más
recientes, o bien por motivos religiosos felizmente olvidados por la población
occidental pero no así por sus propias poblaciones, como es el hecho de las Cruzadas.
Países en los que el odio ancestral a Occidente se mantuvo latente durante
generaciones por otras cuestiones como la Reconquista española, las victorias y
humillaciones a las que los españoles de la época y el resto de príncipes de la
cristiandad sometieron al imperio turco, las colonizaciones y las barbaridades
británicas y francesa del siglo XIX, etc.
Todo ello permanece latente en su memoria colectiva y se mezcla
con ese odio ancestral casi irreconciliable que hoy siguen mostrando millones de
estas personas hacia Occidente. Y ese odio se encuentra bien dirigido por los
señores, príncipes o líderes religiosos musulmanes quienes siembran en esas
ilustres mentes las ideas de que llegarán al paraíso cuando ametrallen a cuatro
chavales en un concierto de rock o cuando se suiciden activando explosivos
adheridos a su propia indumentaria para causar un daño inevitable a los
infieles, a los malditos cruzados, a los occidentales, ganando así el favor de Dios y su recompensa paradisíaca por matar a
gente inocente e indefensa. Valerosos combatientes de Dios que asesinan a
mujeres, niños y demás civiles desarmados en su nombre sin oportunidad alguna
de defenderse.
Muchos occidentales ya comparten lo que dijo el presidente François Holland
tras los atentados de París de este maldito noviembre de 2015, Francia está en
guerra, para otros muchos occidentales no es una guerra propiamente dicha y
para otro gran número de occidentales no se trata de una guerra religiosa sino
de un conflicto contra unas mafias de fanáticos religiosos. Pero, amigo Sancho, para estos
musulmanes sí se trata de una guerra religiosa pues
matan en nombre de Dios. El epíteto de religiosa o no religiosa es lo de menos.
En estos momentos los musulmanes no violentos deben mostrar su
voz, deben condenar expresamente a esta basura que se llaman hermanos en la
religión y deben colaborar con las autoridades de sus respectivos países, bien
de origen, o bien de adopción, para que esto termine pues de no hacerlo estarán
aceptando tácitamente la perversión que de su propia religión hacen estos
asesinos y serán cómplices de ello extendiendo la mancha a lo que de bueno
tienen sus creencias. Por suerte los occidentales, que según ellos seguimos siendo los
cristianos o cruzados aunque ya no lo seamos formalmente, hace bastante tiempo
que dejamos de matar en nombre de Dios. No creo que ningún Dios del amor y de
la paz, sea cual sea su nombre, ordene a sus hijos cometer estos actos sangrientos, de
cobardía y de muerte entre seguidores de religiones hermanas que en esencia adoran al mismo y único Dios, aunque Éste sea entendido de forma distinta por quienes se arrogan el derecho a describirlo en ambas doctrinas. Y si es así, si es cierto que Ese Dios admite en su paraíso a estos individuos, que Dios nos
libre de ese dios.