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martes, 17 de noviembre de 2015

¿POR QUÉ NOS ODIAN?



¿Por qué nos odian?


Amigo Sancho, Esa misma pregunta  ya se la hizo un tal Herodoto allá por el siglo V A.C., mucho antes de que se hablase de cristianismo, antes de que los judíos fuesen estrictamente monoteístas y, por supuesto, mucho antes de que naciera el gran profeta Mahoma. Entonces me pregunto, amigo Sancho, si esa cuestión ya se la planteó un eminente sabio de aquella época tan lejana ¿no sería prudente, en aras a la razón, buscar las raíces de ese odio con anterioridad a la existencia de las tres grandes religiones monoteístas actuales? además de convenir en que éstas no son sino argumentos o instrumentos que han servido para avivar esa animadversión prexistente y esa sed de sangre. ¿Por qué a los pueblos de Oriente y Occidente les resulta tan difícil vivir en paz? se preguntaba el bueno de Herodoto mientras concluía diciendo que las diferencias generaron la sospecha, la sospecha engendró la guerra y la guerra reafirmó el odio. Veamos si atinamos a ver dónde arrancan esas diferencias que enfrentan a esos dos mundos que llamamos Oriente y Occidente. Para ello nos asomaremos a tiempos bastante pretéritos.


Para no ir tan lejos, empecemos por el gran Imperio Persa, el cual dominó lo que hoy llamamos Oriente Próximo desde el siglo VI AC hasta principios del siglo VII de nuestra era, justo hasta que los árabes de Mahoma lo conquistaran de un solo golpe. Doce siglos (en números redondos) donde los cambios generales que se producían en aquella sociedad se limitaban principalmente a la existencia de una mayor o menor estabilidad política y de una mayor o menor amplitud de fronteras. Sin embargo en lo estrictamente sociológico el imperio persa se reafirmó como un sólido hormigonado de prejuicios sociales, morales y religiosos. Los persas poco innovaron sobre dichas cuestiones, se limitaron a respetar las creencias prexistentes aunque promovieron el mazdeísmo, religión monoteísta de Zoroastro con un único dios de luz, amor y justicia, Ahura Mazda.


Y aquellas antiguas creencias y formas de vida de la muchedumbre, de lo que hoy llamamos “el pueblo”, se sintetizaban en una profunda religiosidad repleta de dioses furiosos, tiranos y misteriosos, de multitud de demonios que hostigaban las conciencias, de espíritus malignos que acechaban por las noches los hogares, una estructura de pensamientos en los que la vida del hombre poco o ningún valor tenía pues era un simple servidor de aquellos dioses. Así el individuo era una simple hormiga que fácilmente podía ser aplastada por la ira o el capricho de una divinidad, cuya palabra ningún valor poseía, seres los humanos, en definitiva, que nada tenían que decir en este mundo, formando de esa manera un esqueleto social de conciencias asustadas y conformistas, de costumbres inmovilistas heredadas de aquellos a quienes los persas vencieron y sustituyeron en el poder, una masa obediente y fácilmente manejable desde la divinidad a través de sus mensajeros e intérpretes en las personas de los reyes y de los sacerdotes dentro de unas  superestructuras rancias y conservadoras celosas vigilantes de aniquilar cualquier idea sospechosa que se enfrentara al orden establecido.


Así continuaron gobernando a unos pueblos regidos por las tradiciones milenarias del antiguo Iraq o Mesopotamia, reinos en los que siempre se había dado por sentado que un monarca debía mandar y conquistar por la fuerza, un campo fértil para sistemas dictatoriales, donde el poder se concentraba en un jefe y la sociedad se limitaba a acatar sus órdenes. Pero los persas deseaban más, lo llevaban grabado en su ADN. Tan convencidos llegaron a estar de su supremacía moral, política y militar que, por momentos, su afán expansionista respondió principalmente a la prerrogativa de ser dueños del mundo. El mundo debía ser persa ¡Qué buena fortuna para las pequeñas naciones haber terminado como esclavas del rey persa!... y todo aquello, aquella argamasa de ideas dictatoriales, sanguinolentas y de prejuicios de la antigüedad, aquella sociedad monolítica conservada por los persas fue traspasada a sus herederos, los árabes de Mahoma, el islam que sustituyó al imperio persa y que se extendió a golpe de espada por las posesiones más frágiles de un extenuado imperio romano oriental, es decir, por el norte de África y gran parte de Anatolia.


A lo ya añadido, querido Sancho, con los cambios que supone el sustituir numerosas religiones y ritos por una sola religión a punta de espada, digamos que la fe islámica persigue fundamentalmente construir una sociedad musulmana universal, para lo cual es de obligado cumplimiento defender y propagar el islam por todo el mundo, continuando con la idea expansiva de sus predecesores los persas, y todos los musulmanes por mandato divino deben participar del esfuerzo de universalización de su fe. Ese esfuerzo se llama yihad y no necesariamente se refiere a usar la violencia. Pero como bien sabes, aunque muchos no compartan el uso de la violencia, en su fuero interno ven con cierta simpatía tal circunstancia por ser un objetivo común entre los violentos y los no violentos, e imitando tu locuacidad al caso viene el refrán que nos dice que “unos mueven el árbol y otros recogen las nueces”.


Ahora bien, en justicia hay que decir que no todos los musulmanes responden a tal arquetipo, cuestión esta que trae locos a los servicios secretos de muchos países en las últimas décadas. Te lo digo, amigo Sancho, porque en nuestros tiempos tendentes a simplificar hasta lo más simple yihad suele entenderse como guerra santa, y guerra es sinónimo de uso de la fuerza, pero reitero que su sentido es mucho más amplio. El uso de la fuerza es sólo una de las posibles vertientes de la yihad. Y esto no lo inventaron los musulmanes. También los judíos y los cristianos, herederos de las religiones y costumbres mesopotámicas, lo tienen como mandato divino en sus Escrituras Sagradas, en concreto te invito a que repases el Levítico 26, 7 y 8:


“Perseguiréis a vuestros enemigos, que caerán ante vosotros a filo de espada. Cinco de vosotros perseguirán a ciento, y ciento de vosotros perseguirán a diez mil; vuestros enemigos caerán ante vosotros a filo de espada.”


Bien, por tanto, amigo Sancho, debemos convenir en que Oriente está formado por unos modelos sociales cuyos principales condimentos son la represión política, militar y religiosa, la nula participación activa en lo social del individuo en tanto se somete voluntariamente y en conciencia al líder y a su Dios, y todo ello con independencia de los cambios de reyes, emperadores, guías religiosos y religiones mismas a través de milenios, pues dichos rasgos han permanecido con abrumadora solidez desde las culturas mesopotámicas, pasando por el imperio persa o el antiguo Egipto hasta llegar a los actuales Islam y a las últimas tendencias socialistas y nazis, como es el caso de los partidos Baath en Iraq o en Siria.


Sociedades que nunca construyeron grandes Estados a partir de la voluntad y las ideas de una gran mayoría de individuos, unidades sociales que no fueron creadas desde los cimientos propios del pueblo, sino desde la dirección y la represión, bien sea desde el poder militar, bien sea desde el poder religioso, aunque más bien diría yo que de ambos. Y la ausencia de grandes Estados desde la caída del imperio persa, salvo los primeros califatos, trajo consigo la disgregación, la diseminación, las taifas (como sucediera en épocas pasadas de la España conquistada), los enfrentamientos tribales.


Date cuenta, amigo Sancho, que en el siglo XIX y gran parte del XX todas estas sociedades mostraban un alto componente de articulación a través de familias, tribus y pequeñas congregaciones que se enfrentaban los unos contra los otros por cualquier motivo, donde el señor de cada familia dicta lo que cree conveniente y todos le siguen de forma ciega. Muchos señores, demasiados, príncipes, reyes, jeques, emires, ayatollah, sultanes, señores de la guerra, que imponen su parecer sobre grupos étnicos con marcadas diferencias y conciencias sociales e individuales, cuanto menos, con un fuerte y notable carácter medieval. Y en eso llegaron los occidentales, la otra parte del conflicto.


Respira y sazona tus viandas, amigo Sancho, porque volvemos atrás en el tiempo para ver cómo nace occidente. Viajemos a las escarpadas islas de los mares Egeo y Jónico, al Peloponeso y a la Macedonia. Tierras agrestes, aisladas, tierras de pueblos marineros que salieron del neolítico algunos milenios después de que lo hicieran los mesopotámicos. Algunos miles de años son muchos años. Y estas sociedades aisladas de las grandes urbes donde se condensaba el conocimiento, la religión y los señores poderosos poco bebieron de sus mitos, de sus tradiciones y de su forma de ser.


Frente a la concentración de grandes masas de población dirigidas con férrea mano la diseminación en aldeas y pequeñas urbes con alto nivel de aislamiento; frente a la concentración del poder político de casi un continente en manos de un único rey la diseminación en innumerables ciudades estado con regímenes distintos e independientes; frente a dioses omnipotentes que regían la vida del individuo dioses que, a pesar de ser súper poderosos, perdían batallas contra enemigos tan poderosos o más que ellos, dioses que también guerreaban entre sí cayendo heridos e incluso muertos, dioses que comenzaron a existir después de otros seres, los gigantes, y que, por tanto, no crearon el mundo, dioses temibles pero odiados, para quienes los humanos eran juguetes a su capricho, dioses no respetados por no existir castas sacerdotales ni poderes políticos que asumieran su imposición; y principalmente frente al sentimiento de opresión desde el nacimiento del individuo, la libertad de elegir su propio destino, de buscar explicaciones racionales al mundo lejos de contestar a cada pregunta con el “así lo quieren los dioses”, la libertad de construir sociedades distintas a las ya existentes en la zona civilizada oriental y, sobre todo, el sentido práctico de la vida por meras cuestiones de supervivencia, pues en nada se parecían los fértiles terrenos mesopotámicos y del Nilo a las escarpadas islas griegas.



Y los persas toparon con aquellos individuos en las famosas batallas de Maratón, Salamina y las Termópilas. E inesperadamente aquellos griegos sometieron al más esperpéntico de los ridículos al todopoderoso ejército oriental pavoneándose por ello y ridiculizando a los persas en la más mínima ocasión que encontraban. Y al poco el gran Alejandro se internó y sometió al imperio persa a la mayor humillación padecida hasta entonces. Los persas, de repente, se veían invadidos por aquellos occidentales pueblerinos que se reían de sus dioses ¡Qué desgracia para el gran imperio, para su forma de vida!


Mientras tanto la Magna Grecia (Sicilia y el sur de Italia) se llenaba de florecientes ciudades donde el aislamiento religioso se pronunciaba más aun, ciudades que empezaron a comerciar con otra pequeña algo más al norte llamada Roma. Y Roma asimiló la sabiduría helena y la añadió a su ruda, clara, sencilla y pragmática forma de hacer las cosas y de ver el mundo. Un mundo lleno de superstición y de dioses paganos, miles de dioses que provocaban la falta de respeto de las gentes al hecho religioso, incluso la comicidad, pues la diseminación de creencias y de ritos hacían parecer que sus verdades no lo fuesen tanto y, por consiguiente, hablamos de dioses bastante aislados de las tareas cotidianas y comunes del normal de los ciudadanos. Así los primeros romanos concluyeron en separar las leyes divinas de las leyes humanas. El mundo de los dioses del mundo terrenal, lo material de lo espiritual, la Religión del Derecho. El gran hito de Occidente.


Atento, amigo Sancho, porque ahora viene lo importante de este sermón que te estoy infligiendo. Posteriormente el cristianismo se fundió fácilmente con lo romano por dos motivos esenciales. El primero por ser una religión que, en sus fundamentos teóricos (no me lo confundas con el desarrollo práctico) no persigue conformar régimen político o religioso alguno ni tampoco someter a las personas a algo parecido sino separar el poder espiritual del material (“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”) para que el hecho religioso germine desde el interior del individuo a la sociedad y no al contrario. El segundo motivo radica en que el cristianismo, a pesar de la resistencia institucional de la Iglesia Romana, promueve la libertad del individuo incluso frente al mismísimo Dios, por ser Éste, el Dios de Jesús, quien así lo desea según sus prescripciones que no son otras en su esencia que todos los mandamientos de Dios, es decir, toda la doctrina cristiana, se resumen en dos. Lo demás son artificios, desarrollo intelectual, parábolas explicativas, ornamentación al fin y al cabo por distintas personas en distintas épocas, resultado lógico de estas mentes complicadas e imperfectas que tenemos.


Y la libertad del individuo se manifestó tras la opresión eclesiástica medieval en forma de lo que llamamos “Humanismo” allá por la época del Renacimiento en la que tú deambulabas junto a tu señor por estas tierras de España. Y ese Humanismo cristiano se convirtió después en el Humanismo racional con la proliferación de las universidades (instituciones creadas por la propia Iglesia). Y el Humanismo racional dio lugar al Siglo de las Luces donde numerosos pensadores forjados en las propias universidades buscaban una sociedad más libre alejada de los poderes políticos y religiosos tradicionales. Así nació el liberalismo que acabó con el Antiguo Régimen.


Y después vino la Revolución Industrial, como consecuencia del nuevo sistema político y del avance cultural universitario que, por primera vez en la historia, alimentó a miles de mentes capaces de producir miles de nuevos inventos y de nuevas tecnologías. Y las convulsiones y desajustes del parto de esa nueva sociedad desde el siglo XIX llevaron a Occidente a las dos grandes Guerras Mundiales, dos esperpentos llenos de atrocidades. Y esas dos experiencias traumáticas sirvieron para que Occidente desease la paz, y para que construyera sistemas políticos garantistas de los Derechos Humanos, esos que se derivan de la propia religión cristiana, pero ahora separados de ella para ser aceptados como elementos ideológicos fundamentales y característicos de nuestra propia sociedad e independientes de cualquier religión o ideología. Y así el sentimiento religioso occidental permanece latente en el interior de los individuos mas no así en lo social desde una perspectiva estrictamente política, al menos en lo formal. Occidente sigue siendo cristiano pero los Estados son laicos o aconfesionales y no persiguen ningún objetivo religioso.


Mientras tanto Oriente continua con un sentimiento religioso más o menos similar al de épocas medievales ¿por qué? te preguntarás, amigo Sancho. Porque su religión, el Islam, no concibe la separación de los poderes espiritual y material. Mientras nosotros tenemos leyes garantistas que emanan del pueblo, de los  propios individuos que las proclaman y aprueban a través de sus representantes, su principal ley es El Corán, un libro religioso que en muchos aspectos continua manteniendo elementos que nuestra sociedad ya no comprende aunque en otras épocas los compartiera tácita o expresamente, como el menor valor de la mujer frente al hombre, o la violencia física manifestada en formas de castigo y un largo etcétera de ideas que chocan como dos concepciones distintas de lo justo y lo injusto entre islámicos y occidentales.


El poder religioso y el poder político se acumulan en las personas que gobiernan sobre estos países, países que no pasaron por los filtros del Humanismo, del Liberalismo y de la Revolución Industrial, países cuyo nivel económico y de vida eran y siguen siéndolo muy inferiores a los de Occidente. Países repletos de individuos que, en el fondo, miran con envidia lo conseguido por la sociedad occidental en cuestiones materiales pues pretenden imitarnos en bastantes cosas, así como servirse de nuestros avances, medios y conocimientos aunque no renuncian a su filosofía de vida por considerarla moralmente superior, puesto que para ellos es la propia palabra de Dios en la que se encuentra la imperiosa necesidad de extender su religión sobre toda la humanidad simplemente por ser ello un mandato divino.


Países en los que la fuerza de los ejércitos occidentales ha dejado su impronta, bien como daños colaterales en las guerras mundiales, bien por intereses estratégicos, petrolíferos e industriales en momentos más recientes, o bien por motivos religiosos felizmente olvidados por la población occidental pero no así por sus propias poblaciones, como es el hecho de las Cruzadas. Países en los que el odio ancestral a Occidente se mantuvo latente durante generaciones por otras cuestiones como la Reconquista española, las victorias y humillaciones a las que los españoles de la época y el resto de príncipes de la cristiandad sometieron al imperio turco, las colonizaciones y las barbaridades británicas y francesa del siglo XIX, etc.


Todo ello permanece latente en su memoria colectiva y se mezcla con ese odio ancestral casi irreconciliable que hoy siguen mostrando millones de estas personas hacia Occidente. Y ese odio se encuentra bien dirigido por los señores, príncipes o líderes religiosos musulmanes quienes siembran en esas ilustres mentes las ideas de que llegarán al paraíso cuando ametrallen a cuatro chavales en un concierto de rock o cuando se suiciden activando explosivos adheridos a su propia indumentaria para causar un daño inevitable a los infieles, a los malditos cruzados, a los occidentales, ganando así el favor de Dios y su recompensa paradisíaca por matar a gente inocente e indefensa. Valerosos combatientes de Dios que asesinan a mujeres, niños y demás civiles desarmados en su nombre sin oportunidad alguna de defenderse.


Muchos occidentales ya comparten lo que dijo el presidente François Holland tras los atentados de París de este maldito noviembre de 2015, Francia está en guerra, para otros muchos occidentales no es una guerra propiamente dicha y para otro gran número de occidentales no se trata de una guerra religiosa sino de un conflicto contra unas mafias de fanáticos religiosos. Pero, amigo Sancho, para estos musulmanes sí se trata de una guerra religiosa pues matan en nombre de Dios. El epíteto de religiosa o no religiosa es lo de menos.


En estos momentos los musulmanes no violentos deben mostrar su voz, deben condenar expresamente a esta basura que se llaman hermanos en la religión y deben colaborar con las autoridades de sus respectivos países, bien de origen, o bien de adopción, para que esto termine pues de no hacerlo estarán aceptando tácitamente la perversión que de su propia religión hacen estos asesinos y serán cómplices de ello extendiendo la mancha a lo que de bueno tienen sus creencias. Por suerte los occidentales, que según ellos seguimos siendo los cristianos o cruzados aunque ya no lo seamos formalmente, hace bastante tiempo que dejamos de matar en nombre de Dios. No creo que ningún Dios del amor y de la paz, sea cual sea su nombre, ordene a sus hijos cometer estos actos sangrientos, de cobardía y de muerte entre seguidores de religiones hermanas que en esencia adoran al mismo y único Dios, aunque Éste sea entendido de forma distinta por quienes se arrogan el derecho a describirlo en ambas doctrinas. Y si es así, si es cierto que Ese Dios admite en su paraíso a estos individuos, que Dios nos libre de ese dios.