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miércoles, 11 de mayo de 2016

NI ÍBEROS, NI CELTAS, NI TARTESSOS...


“La falsedad tiene alas y vuela, y la verdad la sigue arrastrándose”

 

Buena razón tuvo Don Miguel, y de falsedades que llenan la Historia oficial en más de una ocasión hemos hablado, mas por ser cansino de naturaleza también te afligiré con ello a continuación, amigo Sancho. Y perdona los rodeos que me adornan al divagar de manera licenciosa pues aunque extensos parezcan mejor aclaran la idea final que quisiera exponerte si a ellos prestas atención, a pesar de lo engorroso que tal menester te pudiera resultar.

 

Elí, Elí, ¿lama sabactani? (Mateo 27:46), o también Eloí, Eloí ¿lama sabactani? (Marcos 15:34). Dios, Dios ¿por qué me has abandonado? De esa manera nos cuentan los textos evangélicos que gritó Jesús en la cruz dirigiéndose al Padre Celestial.

 

Hablar en tus tiempos como ahora lo voy a hacer hubiera supuesto meterme en alguna desagradable reyerta, mas no sé si es peor que la fortuna me haya traído a esta época de información desbordante y con ello haber dejado expuesto mi exiguo intelecto a una intemperie de sapiencias que embarullan la paz del espíritu.

 

Ya te dije en alguna ocasión que los textos evangélicos, amigo Sancho, no son libros históricos sino libros religiosos. Convendrás conmigo en que los libros religiosos se escriben para convencer a los lectores de que existe alguien superior que propone una forma de ser y de actuar la cual deberemos asumir como propia si queremos salvar nuestras almas de un castigo divino que no podremos evitar de otro modo, o bien obtener una recompensa con ello. Y para convencernos nos intimidan demostrando el poder de ese alguien con prodigios sobrenaturales que escapan a nuestra razón y a nuestro conocimiento, seres súper poderosos contra los que no cabe resistencia alguna que nos castigarán, con independencia de que estos libros contengan o no contengan datos históricos en mayor o menor cantidad, veracidad y exactitud más o menos diseminados en su mensaje.

 

Con todo ello los Evangelios son considerados verdad suprema y palabra de Dios para todo vecino de la cristiandad en su más pura esencia, tal y como lo es el Corán para los musulmanes, quienes llaman Alá a Dios usando la variante árabe del Elí a quien Jesús invocó en la cruz, como también lo es Yahvé en la Toráh judía y en el Pentateuco bíblico, aunque a veces lo nombran como Elohím, que en realidad es el plural de “El” (dioses para ser más exacto), más parecido de esta forma a como lo cita Marcos en su Evangelio. Ni lo digo yo ni tampoco me empuja interés alguno en ello, sino que lo afirman y acreditan muchos estudiosos de las lenguas antiguas.
 

Y lo cierto es que, dejando de un lado la verdad religiosa, debemos convenir en que la verdad histórica de la antigüedad, querido Sancho, suele esconderse tras infinidad de modificaciones, de adornos, de invenciones e interpretaciones realizadas sobre acontecimientos mezclados con mitos y leyendas perdidas entre generaciones olvidadas de más olvidados milenios, cuyo origen y evolución no alcanzamos a discernir, y mucho me temo que jamás de los jamases podremos hacerlo, al menos ni yo con los datos que encuentro ni tú con tu prolífico raciocinio. Pero hazme caso, deja tu rucio atado en caballerizas y abre el ambigú para que matemos el hambre y el tiempo mientras departimos pareceres sobre algunas nebulosas históricas.

 

Cuentan algunos sabios de esta época en la que yo vivo que Yahvé fue inicialmente un dios de las gentes del río Indo, allá por el 2.900 A.C., que era hijo de “El” aunque los israelitas afirman que “El” y Yahvé son el mismo Ser. “El” también fue dios supremo de cananeos, sirios, hebreos y acadios en la más remota antigüedad histórica, fue padre de la humanidad y de todos los dioses, concretamente de setenta dioses que engendró con su esposa Aserá, Ishtar o Astarté (así llamada dependiendo del pueblo que la nombrara), la reina de los cielos.

 

Gracias a las pruebas arqueológicas en forma de tablillas escritas, como las cananeas de Ugarit, las babilónicas del “Enuma Elish”, las sumerias del poema de Gilgamesh y demás registros similares, hemos podido conocer algo sobre las mitologías mesopotámicas sumeria y semítica, mitos perdidos en los arcanos de la historia que fueron desenterrados e interpretados ya bien avanzado el siglo XX. Tras un laborioso trabajo consistente en conectar abundantes leyendas difuminadas sobre un mar de inconcreciones, de su conjunto hemos podido deducir un paisaje mitológico más o menos coherente. Y hemos podido concluir que la mitología hebrea es muy parecida a las mitologías mesopotámicas ya prexistentes milenios atrás, digamos que se asemeja a un sofrito de todas ellas al más puro estilo Arguiñano, cocinado lentamente según las peculiaridades del pueblo hebreo y según las circunstancias históricas de cada momento en particular.

 

Con las intersecciones, con las variaciones, con las violaciones, con los injertos y añadidos, con los intereses, con las invenciones y con las mejores o peores traducciones e interpretaciones que puedan afectar a la transmisión oral entre generaciones de numerosos pueblos culturalmente aislados durante decenas de siglos (piensa que no existía prensa, ni radio, ni internet, ni tan siquiera la imprenta de la que tú si pudiste gozar), y a todo ello le sumamos el condimento y la prostitución de los pareceres de algunos interesados sacerdotes y de otros tantos iletrados predicadores, resulta que dos mil años después de que apareciera en el río Indo,  Yahvé comienza a hacerse fuerte en la tribu del suegro de Moisés, y a partir de ahí empezó a pujar aun más fuerte hasta convertirse en el dios nacional de Israel allá por el primer milenio A.C.

 

“Yo soy el que soy” parece ser que significa la palabra hebrea Yahvé, o “el peregrino” decían que significaba otros de sus adoradores en Siria y en Anatolia. También dicen que el tetragrámaton, YHWH o JHVH se pronuncia Jehová, según se mire por la inconcreción del idioma bíblico que no utiliza vocales escritas por ser lengua semita. En cualquier caso llevan milenios discutiendo la forma y el significado de ese nombre y ni tú ni yo vamos a gastar demasiadas energías en ello.

 

Te recuerdo amigo Sancho que entre finales del segundo milenio y principios del primero A.C. Canaán era un territorio situado al norte del reino de Israel y que a los cananeos nosotros los conocemos como fenicios, pues así los bautizaron los griegos (Canaán era hijo de Cam y nieto de Noé). También nos dice la Biblia que Israel (Yisra El, el que lucha con Dios) se llama de ese modo porque fue el apodo con el que bautizó Yahvé al bueno de Jacob (nieto de Abraham), y desde entonces sus hijos se llamaron israelitas, tras haber luchado con el pobre hombrecillo y partirle una pierna a la altura de la cadera.

 

Así nos lo cuenta el Génesis 32:22-32, aunque vete a saber si esa traducción es o no la correcta, o si en realidad era Yahvé o fue un ángel, o un demonio, o algún rudo soldado el que lo vapuleó. Y además te recuerdo también que Judá (el que reconoce a Dios) o Judea, tierras situadas al sur de Israel, era el reino de los judíos aunque originariamente también comprendió los territorios de Israel. De hecho hoy llamamos hebreos tanto a judíos como a israelitas. Pero todos ellos, cananeos o fenicios, israelitas y judíos eran el mismo pueblo semítico (de lengua semítica o descendientes de Sem, segundo hijo de Noé) con algunas diferencias lingüísticas y, sobre todo religiosas, que fueron acentuándose con el transcurso del tiempo.

 

Mientras que Israel adoptó al celoso e iracundo Yahvé como Dios nacional, primero como el más poderoso entre una pléyade de dioses y después como dios único de su pueblo, los cananeos continuaron adorando a “El” y al resto de su familia divina, incluido el propio Yahvé. Si bien debemos significar que el culto a Aserá, esposa de “El”, rivalizaba en importancia con el culto de su propio marido, más o menos como sucede hoy en muchos lugares de la cristiandad católica con el culto a la Virgen María, de quien afirman fue un sincretismo que hizo Pablo de Tarso entre Aserá o Astarté, reina y madre de los cielos, con la Madre de Jesús.

 

Por el contrario, los habitantes de Judea, vecinos del sur de Israel, mayoritariamente adoraban a Baal. También reverenciaban a Horus, a Isis y a Osiris, eminente trinidad egipcia, quizás por la cercanía geográfica con el país del Nilo. Y, por supuesto, todos estos pueblos semitas adoraban a muchos de los otros dioses que fueron hijos de “El” y Aserá, aunque paulatinamente fueron perdiendo importancia o bien fueron degradados de categoría y nombrados ángeles, demonios, etc.

 

Qué decir de Baal (lagarto, lagarto, querido Sancho), el becerro de oro del Éxodo, el dios que los israelitas pretendieron adorar cuando se cansaron de esperar a que Moisés concluyera sus interminables charlas con Yahvé y bajara de una vez por todas del Sinaí. Por tal motivo Yahvé mostró su enfado, sus celos, y le comunicó a Moisés que pretendía descargar su ira sobre esas gentes. Pero gracias a Dios, el bueno de Moisés, con mente algo más lúcida y más caritativa que la de su interlocutor, convenció al mismísimo Yahvé para que no perpetrara otra masacre como las que antaño consumó en Sodoma, en Gomorra o como hiciera con el mayor genocidio de la historia de la humanidad al que llaman Diluvio, y atinadamente lo sacó de su error. Así nos lo cuenta el Éxodo 32:

 

"Ahora pues, déjame, para que se encienda mi ira contra ellos y los consuma; mas de ti yo haré una gran nación.  Entonces Moisés suplicó ante el Señor su Dios, y dijo: Oh Señor, ¿por qué se enciende tu ira contra tu pueblo, que tú has sacado de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte? ¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: “Con malas intenciones los ha sacado, para matarlos en los montes y para exterminarlos de la faz de la tierra”? Vuélvete del ardor de tu ira, y desiste de hacer daño a tu pueblo".

 

Bien, amigo Sancho, no tenemos constancia ni evidencia, ni tan siquiera un mínimo indicio histórico salvo el relato bíblico de que se produjera un éxodo de judíos de Egipto, ni tampoco de que realmente existiera Moisés, pero sí sabemos de la rivalidad entre los cultos de Yahvé y de Baal, dos de los setenta hijos de “El” y de Aserá, y por tanto hermanos de sangre si es que los dioses tienen sangre, o bien serían padre e hijo respectivamente si admitimos que Yahvé es el propio “El”, tal y como postulan las posiciones hebreas. Al dios cananeo/judío/israelita también se le llamaba Baal Zabú, o Zabub, especialmente así lo nombraban los israelitas quienes se mofaban de tal divinidad representada en forma de toro para congraciarse con Yahvé.

 

Y lo llamaron “dios de las moscas”, de los insectos, de lo podrido. Y no les faltaba razón en el sentido de que los animales sacrificados en los templos de Baal eran allí depositados hasta pudrir su carne y rodearse de una multitud de estos bichos y demás insectos. Baal Zabú, el principal adversario de Yahvé, la antítesis, el contrario, el dios que pronto perdería esa categoría ante los ojos de los israelitas para ser proclamado demonio: Baal Zabú, o Belcebú. De Satanael (Satanás), Moloc, Lucifer y otros nombres que tiene el demonio (diábolos en griego, que significa calumniador, lanzador de mentiras) no hablemos por ser cuestiones que erizan el abundante vello que a ti y a mí nos adorna.

 

Y esto viene a cuento para reiterarte por enésima vez que nuestras vidas muchas veces se explican en base a mitos y sofismas a los que les concedemos veracidad de manera irracional. Tradiciones y leyendas que damos por verdaderas porque así las aprendimos de nuestros inocentes padres, de nuestros guías y maestros en quienes ciegamente confiábamos. Inexactitudes y falsedades en torno a las cuales giran millones de vidas, de dólares o maravedíes de tu época y millares de disputas sangrientas.

 

Tópicos históricos que nos inculcan como ciertos desde que somos pequeños, de los que nos desengañamos según vamos profundizando en su conocimiento al tiempo que nos generan desazón y cierta angustia existencial, pues nada sosiega más al ser humano, querido Sancho, que el tener una creencia firme, un referente moral y una aspiración espiritual.

 

Hagamos un pasar y demos por justificada la existencia de neblinas en la historia de lo religioso que resultan de imposible determinación, y separémoslas de lo estrictamente histórico pues derrumbar tales mitos produciría, casi con toda seguridad, un fuerte dolor en el espíritu y en la conciencia de millones de personas. Por el contrario, no cabe excusa alguna si aceptamos como veraces cuestiones puramente históricas que a ciencia cierta sabemos que no lo son, y más grave resulta el agravio si pretendidos historiadores y expertos se niegan a reconocer y a arrancar de nuestro sistema educativo tales inexactitudes, aunque de Historiadores con mayúscula no hablamos en cantidad pues pocos merecen tal apelativo. Pero dejemos de un lado nuestras opiniones y centrémonos en describir alguna otra nebulosa por ser ello el principal objeto de esta divagación que hoy mantenemos tú y yo. Y como siempre centrémonos en nuestra denostada España.

 

Nos enseñaron, y siguen enseñando a nuestros hijos que, al principio había íberos por estas tierras, pequeños, morenos, peludos y no tan suaves como el borrico de Juan Ramón Jiménez, más bien hombrecillos retacos con cara de cabreo, pero muy machos, eso sí. Nos enseñaron, y siguen enseñando a nuestros hijos que después vinieron los celtas del norte acompañados de unas señoras rubias y jamonas que desorbitaban los ojos de los toscos y potentes machos ibéricos. Naturalmente sucedió lo que tenía que suceder, se liaron los unos con las otras. Los unos cansados de ver a sus bigotudas mujeres se quedaron embobados con aquellos ojos azules y con aquellas largas piernas, y las otras, aquellas monumentales señoras, lo hicieron atraídas por la fogosidad de los pequeños y fornidos machotes ibéricos. Finalmente de esas uniones nacieron los celtíberos, es decir, los de pelo castaño, supongo.

 

Poco después de mi bachillerato proliferaron las historias referentes a que en el sur de España existió un reino muy rico al que llamaron Tartessos, pero no llegué a estudiarlo en esos años de mocedad, querido Sancho, pues la moda de Tartessos no circulaba en los libros de historia de aquellos tiempos. Cosas de nuestra España. Se conformaban con contarnos lo del vaso campaniforme de Almería y las juergas que seguramente montarían los machotes ibéricos y las rubias jamonas celtas. Esto último lo supongo yo. Y con el devenir de los años sucedió que en mis lecturas sobre esa apasionante etapa histórica frecuentemente encontraba menciones a las columnas de Hércules que estaban colmadas de informaciones etéreas e incompletas, así que decidí acudir a las fuentes originales pues ya sabes que no da suficiente provecho nutrirse sólo de lo que nos cuentan los intermediarios.

 

Entonces me fijé en que Euristeo encomendó a Heracles la tarea de matar al gigante Gerión, el gobernador de un reino cercano a ¡¡¡¡“Tartessos”!!!!. Así lo narra el poeta Estesícoro en el siglo VI A.C. Y me fijé en que Anacreonte, también a mediados de ese siglo, nos platica sobre la riqueza de ese reino sureño tartéssico. Pero ya fue el acabose cuando releí al gran Herodoto, que en sus libros de Historia lo mencionaba en varias ocasiones, dos si mal no recuerdo. En ellos cuenta el bueno de Herodoto que comerciantes helenos arribaron a nuestras playas andaluzas y que hicieron negocios con gentes muy ricas de estos lares.

 

Y la curiosidad por descubrir quiénes eran aquellos tartessios embarcó a más de un investigador en el estudio del mítico reino peninsular ya a finales del siglo XX.Y sucedió algo parecido a lo que te acabo de contar sobre la mitología sumerio/semita. Caímos de nuevo en el error de dar firmeza y veracidad a lo que contaban estos señores helenos, grandes personajes de la Historia sin lugar a dudas, en especial el gran Herodoto por ser considerado el “padre” de la misma. Y lo hicimos de forma parecida. Sin motivo aparente y sin un mínimo examen crítico otorgamos veracidad histórica a lo que estos escritores antiguos narraban de los íberos, de los celtas y de los tartessios, tal y como sucedió con los escritos religiosos hebreos.

 

Ellos, los escritores helenos, casi fueron los únicos que dejaron constancia de algo de lo que por aquí sucedía. Aquellos poetas, filósofos y demás escritores de la Hélade y de Roma, en definitiva, fueron los periodistas del momento y contaron las historias de su mundo tal y como las veían o mejor las vendían, llenas de magia y exageraciones, mundos de monstruos, de sirenas, de semidioses y de lugares y hazañas increíbles. La verdad es que entre tanta entelequia y mitología se agradece que en aquellos tiempos de fantasiosos narradores, al menos alguno de ellos escribiera con un poco de rigor. Pero Herodoto también tenía sus defectos y debes reconocerme que para proceder con seriedad y precisión debemos someter a juicio alguna de sus afirmaciones, tal y como lo hace mi admirada Historiadora, con mayúsculas, Ana Vázquez Hoys.

 

Resulta, amigo Sancho, que Herodoto y otros historiadores posteriores, como Estrabón,  nos cuentan algo sobre los pueblos que por aquí había en su tiempo mas nunca ellos mismos pusieron pie en nuestras tierras. Nos refieren historias basadas en relatos que les contaron marineros y comerciantes, o bien de gente que habló con marineros y comerciantes, o incluso de gente que habló con esa otra gente que antes habló con marineros y comerciantes. Y a ellos les contaron que aquí, por el sur peninsular, existían unos pueblos que estaban muy avanzados si se comparaban con lo que había por la Europa del momento, que tenían leyes escritas con más de 6.000 años de antigüedad, cuando las primeras escrituras sumerias apenas si habían cumplido 3.000, que los comerciantes helenos de la ciudad de Focea llegaron a un acuerdo con un tal Argantonio, rey de no se sabe qué reino, que se hacían ricos los que se aventuraban a venir, que los cananeos a quienes llamaban fenicios, sus directos competidores comerciales, pululaban por aquí y convivían con los nativos del lugar.

 

Resulta curioso, amigo Sancho, que una de mis innumerables y siesas profesoras de Historia allá en mis tiempos universitarios nos dictó apuntes leídos de su libreta, por ser este el procedimiento que usaba para dar la clase diaria, que eso de los 6.000 años de antigüedad de las leyes tartessias se debía referir a 6.000 versos y no a 6.000 años, pues debía ser una mala traducción de los escritos de Herodoto ya que no podía existir una escritura 3.000 años más antigua que la sumeria. Naturalmente no era de su cosecha pues tal afirmación la he leído en más de una ocasión. Evidentemente, las malas traducciones deberían serlo para todo y no para unas cosas sí y para otras no.

 

Aquello se me quedó grabado y desde hace muy pocos años lo recuerdo a menudo, entre otras cosas porque la historiografía está constatando la existencia de escrituras lineales/fonéticas por todo el Mediterráneo de más de 7.000 años A.C. Y ello con las dificultades que trae consigo derrumbar el mastodóntico hormigonado de prejuicios sobre tesis universalmente aceptadas. Imagina lo que supone cambiar millones de libros de historia en los que se afirma que la primera escritura es la de Sumer, y lo que es peor, hacer trabajar a miles de profesores que tengan que estudiar de nuevo… ¡Puf!

 

Volviendo a lo que íbamos, a saber si aquellos marineros que contaban sus aventuras en el sur de nuestra península decían la verdad, o exageraban, o se quedaban cortos o simplemente estaban borrachos. Buena observación, querida Ana. Pero bastó con esto y cuatro excavaciones arqueológicas de cutres resultados para afirmar por parte de muchos ilustres que por aquí hubo un reino que se llamaba Tartessos mostrando así una ciega fidelidad a los escritos de Herodoto. Aunque, en realidad, mi buen amigo, no se llamaba Tartessos. Ellos, los tartessios o tartessianos, o como queramos llamarles, supongo que no sabían que así se llamaba su reino, ni tampoco que fuera un único reino, o simplemente un reino. Imagina querido Sancho que viene un extranjero y te dice que tú no eres manchego, ni castellano ni español, que tu tierra se llama Borondongo y que tú eres un garaengo, por ejemplo.

 

Y no sabemos cómo se llamaban a sí mismos. Fueron los escritores helenos quienes llamaron Tartessos sin distinción a esa realidad que por aquí existía; al igual que llamaron fenicios (los púrpura) a los cananeos; al igual que Colón llamó indios sin distinción a los nativos de América cuando creyó llegar a Zipango,  y así los seguimos llamando nosotros en lugar de apaches, aztecas o guaraníes; al igual que los propios helenos llamaron íberos sin distinción a los habitantes del Levante español y no vacceos, turdetanos, astures, etc; o al igual que llamaron celtas sin distinción a todos los pueblos nórdicos europeos en lugar de galos, sajones, germanos o britanos; y al igual que los romanos sin distinción llamaron griegos a los propios helenos. Los bautizadores resultaron bautizados, pero ellos eran quienes escribían “el periódico” de la época y llamaban a cada cosa como buenamente mejor entendían o querían hacer entender a sus lectores o escuchantes.

 

La realidad histórica, fuera de especulaciones, de intereses y de afirmaciones irreflexivas, es que nuestro sur peninsular era un territorio inmensamente rico por sus recursos mineros. Oro, plata y cobre abundaban por estas tierras en la edad de los metales, un verdadero negocio lleno de oportunidades con el que se enriquecieron los nativos del lugar y muchos foráneos con los que se relacionaron. Aprendieron la extracción de los metales y su posterior tratamiento, de lo que sí tenemos certeza, y comerciaron con el norte de África, con Sicilia, con Cerdeña, hasta que los rumores del tinglado que por aquí había montado llegaron a oídos de los inquietos cananeos quienes vinieron a olisquear qué se cocía recorriendo más de 3.000 kilómetros. Algo bueno debía tener esto cuando se lanzaron a esa aventura desde tan lejos con aquellas cutres embarcaciones.

 

Y los cananeos, o fenicios, mercadearon con las gentes de aquí, y ambos se enriquecieron mutuamente, y muchos de ellos fueron estableciendo puestos comerciales hasta formar florecientes ciudades. Aquí se quedaron, tuvieron hijos, se integraron y se entrelazaron con nuestros abuelos, como hicieron los españoles en América, y trajeron sus costumbres, su tecnología, sus dioses y su ciencia que enriqueció la ya existente y dejaron de ser cananeos para ser habitantes de aquí y probablemente copiaron la forma de escritura lineal que ya tenían los habitantes de Huelva bastantes siglos antes de que apareciera la escritura sumeria para conformar el alfabeto fonético fenicio. Véase la siguiente imagen de un afilador de flechas prehistórico expuesto en el museo arqueológico de Huelva datado sobre el 4.000 A.C., la transcripción a papel de los símbolos en él grabados y sus semejanzas con el alfabeto fenicio:

 


 

Y todo este tinglado que montaron nuestros abuelos con los fenicios llegó a oídos de los escritores helenos bastantes siglos después. Y estos señores, narradores de su actualidad más bien de aquella forma, escribían para sus compatriotas lectores, mas no para la posteridad ni para la ciencia, y así contaron las maravillas de estos ricos lugares. Dijeron que tras las columnas de Hércules, allá en el mar de Atlas, existía un reino maravilloso, un paraíso, el del río Betis o Guadalquivir, o como demonios se llamara entonces, donde la tierra era generosa (recuerda amigo Sancho que las tierras griegas son agrestes y escarpadas, difíciles como ellas solas) donde el oro, la plata y las riquezas desbordaban cualquier previsión racional del momento, donde los habitantes gozaban de un bienestar inimaginable, donde la ciencia y la tecnología superaban cualquier conjetura. Y donde había una ciudad con barreras defensivas circulares, supongo que como muchas otras del momento (véase la foto del encabezamiento).

 

Y es que aquí había algo, querido Sancho, quizás más de lo que hubo por toda la Europa neolítica, donde seguramente también hubo algo según deducimos de otras pruebas tales como las no descifradas aun escrituras del Danubio, también mucho más viejas que las sumerias, o como los pedruscos de Stonehenge,  o como la impresionante y poco valorada cultura almeriense de los Millares. Sí, la del vaso campaniforme situada también en el sur de nuestras tierras, la que construyó esos sistemas defensivos circulares que puedes ver de nuevo en la foto del encabezamiento para defenderse ¿de qué? ¿de quién? ¿por qué? si aquello era una gota de civilización en el océano de la prehistoria española y europea. No creo que tales sistemas defensivos se construyeran 2.500 años A.C. para defenderse de unos pobres cavernícolas o de unos míseros pastorcillos, cuando ni Roma, ni Cartago, ni Sidón, ni Israel, ni Asur, ni Babilonia existían, cuando sólo una primitiva Creta podría aparecer como civilización más cercana a miles de kilómetros. Y ahí están esas casitas y esas espléndidas murallas medio reconstruidas y olvidadas de todos en mitad del desierto de nuestra bonita Almería. Mísero país el nuestro.

 

Y sabiendo que todo este tinglado existía en nuestra actual España, una gigantesca península, quizás una gigantesca isla para los helenos si nos ceñimos a los excelsos conocimientos cartográficos que poseían los atenienses del siglo IV A.C. ¿por qué no llamarlo Atlántida, querido Platón?  Si la humanidad ha dado veracidad a los mitos referidos en la primera parte de esta divagación, creo que poco pecaríamos si así la llamamos. Pero ni lo uno, ni lo otro. Seamos serios. Los mitos son mitos bajo todas las circunstancias y las incógnitas son incógnitas… y nada más.