“La falsedad tiene alas y
vuela, y la verdad la sigue arrastrándose”
Buena razón tuvo Don Miguel, y
de falsedades que llenan la Historia oficial en más de una ocasión hemos
hablado, mas por ser cansino de naturaleza también te afligiré con ello a
continuación, amigo Sancho. Y perdona los rodeos que me adornan al divagar de
manera licenciosa pues aunque extensos parezcan mejor aclaran la idea final que
quisiera exponerte si a ellos prestas atención, a pesar de lo engorroso que tal
menester te pudiera resultar.
Elí, Elí, ¿lama sabactani? (Mateo 27:46), o también Eloí,
Eloí ¿lama sabactani? (Marcos 15:34). Dios, Dios ¿por qué me has abandonado? De
esa manera nos cuentan los textos evangélicos que gritó Jesús en la cruz
dirigiéndose al Padre Celestial.
Hablar en tus tiempos como ahora lo voy a hacer hubiera supuesto
meterme en alguna desagradable reyerta, mas no sé si es peor que la fortuna me
haya traído a esta época de información desbordante y con ello haber dejado
expuesto mi exiguo intelecto a una intemperie de sapiencias que embarullan la
paz del espíritu.
Ya te dije en alguna ocasión que los textos evangélicos, amigo Sancho, no
son libros históricos sino libros religiosos. Convendrás conmigo en que los
libros religiosos se escriben para
convencer a los lectores de que existe alguien superior que propone una forma
de ser y de actuar la cual deberemos asumir como propia si queremos salvar
nuestras almas de un castigo divino que no podremos evitar de otro modo, o bien
obtener una recompensa con ello. Y para convencernos nos intimidan demostrando el
poder de ese alguien con prodigios sobrenaturales que escapan a nuestra razón y
a nuestro conocimiento, seres súper poderosos contra los que no cabe
resistencia alguna que nos castigarán, con independencia de que estos libros contengan
o no contengan datos históricos en mayor o menor cantidad, veracidad y
exactitud más o menos diseminados en su mensaje.
Con todo ello los Evangelios son considerados verdad suprema y palabra de Dios para todo vecino de
la cristiandad en su más pura esencia, tal y como lo es el Corán para los
musulmanes, quienes llaman Alá a Dios usando la variante árabe del Elí a quien
Jesús invocó en la cruz, como también lo es Yahvé en la Toráh judía y en el Pentateuco
bíblico, aunque a veces lo nombran como Elohím, que en realidad es el plural de
“El” (dioses para ser más exacto), más parecido de esta forma a como lo cita
Marcos en su Evangelio. Ni lo digo yo ni tampoco me empuja interés alguno en
ello, sino que lo afirman y acreditan muchos estudiosos de las lenguas
antiguas.
Y lo cierto es que, dejando de un lado la verdad religiosa, debemos
convenir en que la verdad histórica de la antigüedad, querido Sancho, suele
esconderse tras infinidad de modificaciones, de adornos, de invenciones e
interpretaciones realizadas sobre acontecimientos mezclados con mitos y
leyendas perdidas entre generaciones olvidadas de más olvidados milenios, cuyo
origen y evolución no alcanzamos a discernir, y mucho me temo que jamás de los
jamases podremos hacerlo, al menos ni yo con los datos que encuentro ni tú con
tu prolífico raciocinio. Pero hazme caso, deja tu rucio atado en caballerizas y
abre el ambigú para que matemos el hambre y el tiempo mientras departimos
pareceres sobre algunas nebulosas históricas.
Cuentan algunos sabios de esta época en la que yo vivo que Yahvé fue
inicialmente un dios de las gentes del río Indo, allá por el 2.900 A.C., que
era hijo de “El” aunque los israelitas afirman que “El” y Yahvé son el mismo
Ser. “El” también fue dios supremo de cananeos, sirios, hebreos y acadios en la
más remota antigüedad histórica, fue padre de la humanidad y de todos los
dioses, concretamente de setenta dioses que engendró con su esposa Aserá,
Ishtar o Astarté (así llamada dependiendo del pueblo que la nombrara), la reina
de los cielos.
Gracias a las pruebas arqueológicas en forma de tablillas escritas,
como las cananeas de Ugarit, las babilónicas del “Enuma Elish”, las sumerias del
poema de Gilgamesh y demás registros similares, hemos podido conocer algo sobre
las mitologías mesopotámicas sumeria y semítica, mitos perdidos en los arcanos
de la historia que fueron desenterrados e interpretados ya bien avanzado el
siglo XX. Tras un laborioso trabajo consistente en conectar abundantes leyendas
difuminadas sobre un mar de inconcreciones, de su conjunto hemos podido deducir
un paisaje mitológico más o menos coherente. Y hemos podido concluir que la
mitología hebrea es muy parecida a las mitologías mesopotámicas ya prexistentes
milenios atrás, digamos que se asemeja a un sofrito de todas ellas al más puro
estilo Arguiñano, cocinado lentamente según las peculiaridades del pueblo
hebreo y según las circunstancias históricas de cada momento en particular.
Con las intersecciones, con las variaciones, con las violaciones, con los
injertos y añadidos, con los intereses, con las invenciones y con las mejores o
peores traducciones e interpretaciones que puedan afectar a la transmisión oral
entre generaciones de numerosos pueblos culturalmente aislados durante decenas
de siglos (piensa que no existía prensa, ni radio, ni internet, ni tan siquiera
la imprenta de la que tú si pudiste gozar), y a todo ello le sumamos el condimento
y la prostitución de los pareceres de algunos interesados sacerdotes y de otros
tantos iletrados predicadores, resulta que dos mil años después de que
apareciera en el río Indo, Yahvé comienza
a hacerse fuerte en la tribu del suegro de Moisés, y a partir de ahí empezó a
pujar aun más fuerte hasta convertirse en el dios nacional de Israel allá por el primer
milenio A.C.
“Yo soy el que soy” parece ser que significa la palabra hebrea Yahvé, o
“el peregrino” decían que significaba otros de sus adoradores en Siria y en Anatolia.
También dicen que el tetragrámaton, YHWH o JHVH se pronuncia Jehová, según se mire por la inconcreción del idioma bíblico que no utiliza vocales escritas
por ser lengua semita. En cualquier caso llevan milenios discutiendo la forma y
el significado de ese nombre y ni tú ni yo vamos a gastar demasiadas energías en
ello.
Te recuerdo amigo Sancho que entre finales del segundo milenio y
principios del primero A.C. Canaán era un territorio situado al norte del reino
de Israel y que a los cananeos nosotros los conocemos como fenicios, pues así
los bautizaron los griegos (Canaán era hijo de Cam y nieto de Noé). También nos
dice la Biblia que Israel (Yisra El, el que lucha con Dios) se llama de ese
modo porque fue el apodo con el que bautizó Yahvé al bueno de Jacob (nieto de
Abraham), y desde entonces sus hijos se llamaron israelitas, tras haber luchado
con el pobre hombrecillo y partirle una pierna a la altura de la cadera.
Así nos lo cuenta el Génesis 32:22-32, aunque vete a saber si esa
traducción es o no la correcta, o si en realidad era Yahvé o fue un ángel, o un
demonio, o algún rudo soldado el que lo vapuleó. Y además te recuerdo también
que Judá (el que reconoce a Dios) o Judea, tierras situadas al sur de Israel, era
el reino de los judíos aunque originariamente también comprendió los
territorios de Israel. De hecho hoy llamamos hebreos tanto a judíos como a
israelitas. Pero todos ellos, cananeos o fenicios, israelitas y judíos eran el
mismo pueblo semítico (de lengua semítica o descendientes de Sem, segundo hijo
de Noé) con algunas diferencias lingüísticas y, sobre todo religiosas, que
fueron acentuándose con el transcurso del tiempo.
Mientras que Israel adoptó al celoso e iracundo Yahvé como Dios
nacional, primero como el más poderoso entre una pléyade de dioses y después
como dios único de su pueblo, los cananeos continuaron adorando a “El” y al
resto de su familia divina, incluido el propio Yahvé. Si bien debemos
significar que el culto a Aserá, esposa de “El”, rivalizaba en importancia con
el culto de su propio marido, más o menos como sucede hoy en muchos lugares de
la cristiandad católica con el culto a la Virgen María, de quien afirman fue un
sincretismo que hizo Pablo de Tarso entre Aserá o Astarté, reina y madre de los
cielos, con la Madre de Jesús.
Por el contrario, los habitantes de Judea, vecinos del sur de Israel, mayoritariamente
adoraban a Baal. También reverenciaban a Horus, a Isis y a Osiris, eminente trinidad
egipcia, quizás por la cercanía geográfica con el país del Nilo. Y, por
supuesto, todos estos pueblos semitas adoraban a muchos de los otros dioses que
fueron hijos de “El” y Aserá, aunque paulatinamente fueron perdiendo
importancia o bien fueron degradados de categoría y nombrados ángeles,
demonios, etc.
Qué decir de Baal (lagarto, lagarto, querido Sancho), el becerro de oro
del Éxodo, el dios que los israelitas pretendieron adorar cuando se cansaron de
esperar a que Moisés concluyera sus interminables charlas con Yahvé y bajara de
una vez por todas del Sinaí. Por tal motivo Yahvé mostró su enfado, sus celos,
y le comunicó a Moisés que pretendía descargar su ira sobre esas gentes. Pero gracias
a Dios, el bueno de Moisés, con mente algo más lúcida y más caritativa que la
de su interlocutor, convenció al mismísimo Yahvé para que no perpetrara otra
masacre como las que antaño consumó en Sodoma, en Gomorra o como hiciera con el
mayor genocidio de la historia de la humanidad al que llaman Diluvio, y
atinadamente lo sacó de su error. Así nos lo cuenta el Éxodo 32:
"Ahora pues, déjame, para que se encienda mi ira contra ellos y
los consuma; mas de ti yo haré una gran nación. Entonces
Moisés suplicó ante el Señor su Dios, y dijo: Oh Señor, ¿por qué se enciende tu
ira contra tu pueblo, que tú has sacado de la tierra de Egipto con gran poder y
con mano fuerte? ¿Por qué han de hablar los egipcios,
diciendo: “Con malas intenciones
los ha sacado, para matarlos en los montes y para exterminarlos de la faz de la
tierra”? Vuélvete del ardor de tu ira, y desiste de hacer daño a tu pueblo".
Bien, amigo
Sancho, no tenemos constancia ni evidencia, ni tan siquiera un mínimo indicio
histórico salvo el relato bíblico de que se produjera un éxodo de judíos de
Egipto, ni tampoco de que realmente existiera Moisés, pero sí sabemos de la
rivalidad entre los cultos de Yahvé y de Baal, dos de los setenta hijos de “El”
y de Aserá, y por tanto hermanos de sangre si es que los dioses tienen sangre,
o bien serían padre e hijo respectivamente si admitimos que Yahvé es el propio
“El”, tal y como postulan las posiciones hebreas. Al dios
cananeo/judío/israelita también se le llamaba Baal Zabú, o Zabub, especialmente
así lo nombraban los israelitas quienes se mofaban de tal divinidad
representada en forma de toro para congraciarse con Yahvé.
Y lo llamaron
“dios de las moscas”, de los insectos, de lo podrido. Y no les faltaba razón en
el sentido de que los animales sacrificados en los templos de Baal eran allí depositados
hasta pudrir su carne y rodearse de una multitud de estos bichos y demás
insectos. Baal Zabú, el principal adversario de Yahvé, la antítesis, el
contrario, el dios que pronto perdería esa categoría ante los ojos de los
israelitas para ser proclamado demonio: Baal Zabú, o Belcebú. De Satanael
(Satanás), Moloc, Lucifer y otros nombres que tiene el demonio (diábolos en
griego, que significa calumniador, lanzador de mentiras) no hablemos por ser cuestiones
que erizan el abundante vello que a ti y a mí nos adorna.
Y esto viene a
cuento para reiterarte por enésima vez que nuestras vidas muchas veces se
explican en base a mitos y sofismas a los que les concedemos veracidad de
manera irracional. Tradiciones y leyendas que damos por verdaderas porque así
las aprendimos de nuestros inocentes padres, de nuestros guías y maestros en
quienes ciegamente confiábamos. Inexactitudes y falsedades en torno a las
cuales giran millones de vidas, de dólares o maravedíes de tu época y millares
de disputas sangrientas.
Tópicos
históricos que nos inculcan como ciertos desde que somos pequeños, de los que
nos desengañamos según vamos profundizando en su conocimiento al tiempo que nos
generan desazón y cierta angustia existencial, pues nada sosiega más al ser
humano, querido Sancho, que el tener una creencia firme, un referente moral y
una aspiración espiritual.
Hagamos un
pasar y demos por justificada la existencia de neblinas en la historia de lo
religioso que resultan de imposible determinación, y separémoslas de lo
estrictamente histórico pues derrumbar tales mitos produciría, casi con toda seguridad,
un fuerte dolor en el espíritu y en la conciencia de millones de personas. Por
el contrario, no cabe excusa alguna si aceptamos como veraces cuestiones puramente
históricas que a ciencia cierta sabemos que no lo son, y más grave resulta el
agravio si pretendidos historiadores y expertos se niegan a reconocer y a
arrancar de nuestro sistema educativo tales inexactitudes, aunque de Historiadores
con mayúscula no hablamos en cantidad pues pocos merecen tal apelativo. Pero
dejemos de un lado nuestras opiniones y centrémonos en describir alguna otra
nebulosa por ser ello el principal objeto de esta divagación que hoy mantenemos
tú y yo. Y como siempre centrémonos en nuestra denostada España.
Nos enseñaron,
y siguen enseñando a nuestros hijos que, al principio había íberos por estas
tierras, pequeños, morenos, peludos y no tan suaves como el borrico de Juan
Ramón Jiménez, más bien hombrecillos retacos con cara de cabreo, pero muy
machos, eso sí. Nos enseñaron, y siguen enseñando a nuestros hijos que después
vinieron los celtas del norte acompañados de unas señoras rubias y jamonas que
desorbitaban los ojos de los toscos y potentes machos ibéricos. Naturalmente
sucedió lo que tenía que suceder, se liaron los unos con las otras. Los unos
cansados de ver a sus bigotudas mujeres se quedaron embobados con aquellos ojos
azules y con aquellas largas piernas, y las otras, aquellas monumentales
señoras, lo hicieron atraídas por la fogosidad de los pequeños y fornidos machotes
ibéricos. Finalmente de esas uniones nacieron los celtíberos, es decir, los de
pelo castaño, supongo.
Poco después de
mi bachillerato proliferaron las historias referentes a que en el sur de España
existió un reino muy rico al que llamaron Tartessos, pero no llegué a
estudiarlo en esos años de mocedad, querido Sancho, pues la moda de Tartessos
no circulaba en los libros de historia de aquellos tiempos. Cosas de nuestra España.
Se conformaban con contarnos lo del vaso campaniforme de Almería y las juergas
que seguramente montarían los machotes ibéricos y las rubias jamonas celtas.
Esto último lo supongo yo. Y con el devenir de los años sucedió que en mis
lecturas sobre esa apasionante etapa histórica frecuentemente encontraba menciones
a las columnas de Hércules que estaban colmadas de informaciones etéreas e
incompletas, así que decidí acudir a las fuentes originales pues ya sabes que no
da suficiente provecho nutrirse sólo de lo que nos cuentan los intermediarios.
Entonces me
fijé en que Euristeo encomendó a Heracles la tarea de matar al gigante Gerión, el
gobernador de un reino cercano a ¡¡¡¡“Tartessos”!!!!. Así lo narra el poeta Estesícoro en el siglo VI A.C. Y me fijé
en que Anacreonte, también a mediados de ese siglo, nos platica sobre la
riqueza de ese reino sureño tartéssico. Pero ya fue el acabose cuando releí al
gran Herodoto, que en sus libros de Historia lo mencionaba en varias ocasiones,
dos si mal no recuerdo. En ellos cuenta el bueno de Herodoto que comerciantes
helenos arribaron a nuestras playas andaluzas y que hicieron negocios con
gentes muy ricas de estos lares.
Y la
curiosidad por descubrir quiénes eran aquellos tartessios embarcó a más de un
investigador en el estudio del mítico reino peninsular ya a finales del siglo
XX.Y sucedió algo parecido a lo que te acabo de contar sobre la mitología
sumerio/semita. Caímos de nuevo en el error de dar firmeza y veracidad a lo que
contaban estos señores helenos, grandes personajes de la Historia sin lugar a
dudas, en especial el gran Herodoto por ser considerado el “padre” de la misma.
Y lo hicimos de forma parecida. Sin motivo aparente y sin un mínimo examen
crítico otorgamos veracidad histórica a lo que estos escritores antiguos
narraban de los íberos, de los celtas y de los tartessios, tal y como sucedió
con los escritos religiosos hebreos.
Ellos, los
escritores helenos, casi fueron los únicos que dejaron constancia de algo de lo
que por aquí sucedía. Aquellos poetas, filósofos y demás escritores de la
Hélade y de Roma, en definitiva, fueron los periodistas del momento y contaron
las historias de su mundo tal y como las veían o mejor las vendían, llenas de
magia y exageraciones, mundos de monstruos, de sirenas, de semidioses y de
lugares y hazañas increíbles. La verdad es que entre tanta entelequia y
mitología se agradece que en aquellos tiempos de fantasiosos narradores, al menos
alguno de ellos escribiera con un poco de rigor. Pero Herodoto también tenía
sus defectos y debes reconocerme que para proceder con seriedad y precisión debemos
someter a juicio alguna de sus afirmaciones, tal y como lo hace mi admirada
Historiadora, con mayúsculas, Ana Vázquez Hoys.
Resulta, amigo
Sancho, que Herodoto y otros historiadores posteriores, como Estrabón, nos cuentan algo sobre los pueblos que por
aquí había en su tiempo mas nunca ellos mismos pusieron pie en nuestras tierras.
Nos refieren historias basadas en relatos que les contaron marineros y
comerciantes, o bien de gente que habló con marineros y comerciantes, o incluso
de gente que habló con esa otra gente que antes habló con marineros y
comerciantes. Y a ellos les contaron que aquí, por el sur peninsular, existían
unos pueblos que estaban muy avanzados si se comparaban con lo que había por la
Europa del momento, que tenían leyes escritas con más de 6.000 años de
antigüedad, cuando las primeras escrituras sumerias apenas si habían cumplido
3.000, que los comerciantes helenos de la ciudad de Focea llegaron a un acuerdo
con un tal Argantonio, rey de no se sabe qué reino, que se hacían ricos los que
se aventuraban a venir, que los cananeos a quienes llamaban fenicios, sus directos
competidores comerciales, pululaban por aquí y convivían con los nativos del
lugar.
Resulta
curioso, amigo Sancho, que una de mis innumerables y siesas profesoras de Historia
allá en mis tiempos universitarios nos dictó apuntes leídos de su libreta, por ser
este el procedimiento que usaba para dar la clase diaria, que eso de los 6.000
años de antigüedad de las leyes tartessias se debía referir a 6.000 versos y no
a 6.000 años, pues debía ser una mala traducción de los escritos de Herodoto ya
que no podía existir una escritura 3.000 años más antigua que la sumeria. Naturalmente
no era de su cosecha pues tal afirmación la he leído en más de una ocasión. Evidentemente,
las malas traducciones deberían serlo para todo y no para unas cosas sí y para
otras no.
Aquello se me
quedó grabado y desde hace muy pocos años lo recuerdo a menudo, entre otras
cosas porque la historiografía está constatando la existencia de escrituras
lineales/fonéticas por todo el Mediterráneo de más de 7.000 años A.C. Y ello
con las dificultades que trae consigo derrumbar el mastodóntico hormigonado de
prejuicios sobre tesis universalmente aceptadas. Imagina lo que supone cambiar
millones de libros de historia en los que se afirma que la primera escritura es
la de Sumer, y lo que es peor, hacer trabajar a miles de profesores que tengan
que estudiar de nuevo… ¡Puf!
Volviendo a lo
que íbamos, a saber si aquellos marineros que contaban sus aventuras en el sur
de nuestra península decían la verdad, o exageraban, o se quedaban cortos o
simplemente estaban borrachos. Buena observación, querida Ana. Pero bastó con
esto y cuatro excavaciones arqueológicas de cutres resultados para afirmar por
parte de muchos ilustres que por aquí hubo un reino que se llamaba Tartessos mostrando
así una ciega fidelidad a los escritos de Herodoto. Aunque, en realidad, mi
buen amigo, no se llamaba Tartessos. Ellos, los tartessios o tartessianos, o
como queramos llamarles, supongo que no sabían que así se llamaba su reino, ni
tampoco que fuera un único reino, o simplemente un reino. Imagina querido
Sancho que viene un extranjero y te dice que tú no eres manchego, ni castellano
ni español, que tu tierra se llama Borondongo y que tú eres un garaengo, por
ejemplo.
Y no sabemos cómo
se llamaban a sí mismos. Fueron los escritores helenos quienes llamaron
Tartessos sin distinción a esa realidad que por aquí existía; al igual que
llamaron fenicios (los púrpura) a los cananeos; al igual que Colón llamó indios
sin distinción a los nativos de América cuando creyó llegar a Zipango, y así los seguimos llamando nosotros en lugar
de apaches, aztecas o guaraníes; al igual que los propios helenos llamaron
íberos sin distinción a los habitantes del Levante español y no vacceos,
turdetanos, astures, etc; o al igual que llamaron celtas sin distinción a todos
los pueblos nórdicos europeos en lugar de galos, sajones, germanos o britanos;
y al igual que los romanos sin distinción llamaron griegos a los propios
helenos. Los bautizadores resultaron bautizados, pero ellos eran quienes escribían
“el periódico” de la época y llamaban a cada cosa como buenamente mejor
entendían o querían hacer entender a sus lectores o escuchantes.
La realidad
histórica, fuera de especulaciones, de intereses y de afirmaciones
irreflexivas, es que nuestro sur peninsular era un territorio inmensamente rico
por sus recursos mineros. Oro, plata y cobre abundaban por estas tierras en la
edad de los metales, un verdadero negocio lleno de oportunidades con el que se
enriquecieron los nativos del lugar y muchos foráneos con los que se
relacionaron. Aprendieron la extracción de los metales y su posterior
tratamiento, de lo que sí tenemos certeza, y comerciaron con el norte de
África, con Sicilia, con Cerdeña, hasta que los rumores del tinglado que por
aquí había montado llegaron a oídos de los inquietos cananeos quienes vinieron
a olisquear qué se cocía recorriendo más de 3.000 kilómetros. Algo bueno debía
tener esto cuando se lanzaron a esa aventura desde tan lejos con aquellas cutres
embarcaciones.
Y los
cananeos, o fenicios, mercadearon con las gentes de aquí, y ambos se
enriquecieron mutuamente, y muchos de ellos fueron estableciendo puestos
comerciales hasta formar florecientes ciudades. Aquí se quedaron, tuvieron
hijos, se integraron y se entrelazaron con nuestros abuelos, como hicieron los españoles
en América, y trajeron sus costumbres, su tecnología, sus dioses y su ciencia
que enriqueció la ya existente y dejaron de ser cananeos para ser habitantes de
aquí y probablemente copiaron la forma de escritura lineal que ya tenían los
habitantes de Huelva bastantes siglos antes de que apareciera la escritura
sumeria para conformar el alfabeto fonético fenicio. Véase la siguiente imagen
de un afilador de flechas prehistórico expuesto en el museo arqueológico de
Huelva datado sobre el 4.000 A.C., la transcripción a papel de los símbolos en
él grabados y sus semejanzas con el alfabeto fenicio:
Y todo este
tinglado que montaron nuestros abuelos con los fenicios llegó a oídos de los
escritores helenos bastantes siglos después. Y estos señores, narradores de su
actualidad más bien de aquella forma, escribían para sus compatriotas lectores,
mas no para la posteridad ni para la ciencia, y así contaron las maravillas de
estos ricos lugares. Dijeron que tras las columnas de Hércules, allá en el mar
de Atlas, existía un reino maravilloso, un paraíso, el del río Betis o
Guadalquivir, o como demonios se llamara entonces, donde la tierra era generosa
(recuerda amigo Sancho que las tierras griegas son agrestes y escarpadas,
difíciles como ellas solas) donde el oro, la plata y las riquezas desbordaban
cualquier previsión racional del momento, donde los habitantes gozaban de un
bienestar inimaginable, donde la ciencia y la tecnología superaban cualquier conjetura.
Y donde había una ciudad con barreras defensivas circulares, supongo que como
muchas otras del momento (véase la foto del encabezamiento).
Y es que aquí
había algo, querido Sancho, quizás más de lo que hubo por toda la Europa
neolítica, donde seguramente también hubo algo según deducimos de otras pruebas
tales como las no descifradas aun escrituras del Danubio, también mucho más
viejas que las sumerias, o como los pedruscos de Stonehenge, o como la impresionante y poco valorada
cultura almeriense de los Millares. Sí, la del vaso campaniforme situada también
en el sur de nuestras tierras, la que construyó esos sistemas defensivos
circulares que puedes ver de nuevo en la foto del encabezamiento para
defenderse ¿de qué? ¿de quién? ¿por qué? si aquello era una gota de
civilización en el océano de la prehistoria española y europea. No creo que
tales sistemas defensivos se construyeran 2.500 años A.C. para defenderse de
unos pobres cavernícolas o de unos míseros pastorcillos, cuando ni Roma, ni
Cartago, ni Sidón, ni Israel, ni Asur, ni Babilonia existían, cuando sólo una
primitiva Creta podría aparecer como civilización más cercana a miles de
kilómetros. Y ahí están esas casitas y esas espléndidas murallas medio
reconstruidas y olvidadas de todos en mitad del desierto de nuestra bonita Almería.
Mísero país el nuestro.
Y sabiendo que
todo este tinglado existía en nuestra actual España, una gigantesca península,
quizás una gigantesca isla para los helenos si nos ceñimos a los excelsos
conocimientos cartográficos que poseían los atenienses del siglo IV A.C. ¿por
qué no llamarlo Atlántida, querido Platón? Si la humanidad ha dado veracidad a los mitos
referidos en la primera parte de esta divagación, creo que poco pecaríamos si así
la llamamos. Pero ni lo uno, ni lo otro. Seamos serios. Los mitos son mitos bajo
todas las circunstancias y las incógnitas son incógnitas… y nada más.
Estilo fácil directo y bien construido. Buen nexo de unión (la mitología) para tratar dos temas bien distinta tos, aunque implicados en el devenir del ser humano:la transcendencia y el origen de un pueblo. Quizá, desde mi óptica, un poco denso.
ResponderEliminarEstilo fácil directo y bien construido. Buen nexo de unión (la mitología) para tratar dos temas bien distinta tos, aunque implicados en el devenir del ser humano:la transcendencia y el origen de un pueblo. Quizá, desde mi óptica, un poco denso.
ResponderEliminarHombre, Don José, usted por aquí. Gracias por tu crítica
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