Cosas veredes, amigo Sancho que farán fablar
las piedras… Pues no. Esa frase, de la que a menudo tengo el vicio de citar sus
cuatro primeras palabras, bien
sabes que nunca te la dirigió tu señor Don Alonso, mi buen Sancho. Resulta que
es mucho más antigua aunque tampoco fuera exactamente así. En verdad se remonta
al tiempo en el que el personaje de Rodericus Didaci Campidoctor, el gran Cid
caballero donde los haya, le dice en su “Cantar” a Alfonso VI: "Muchos
males han venido por los reyes que se ausentan..." a lo que el monarca le
contesta: "Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras". Después
alguien que no conocemos sustituiría el “tenedes” por el “veredes”, quizás no
lo leyó bien, o quizás no lo recordó bien, tal vez algún juglar extendió la
palabra incorrecta hasta hacer que la frase forjada con “veredes” pasara a engrosar
nuestro rico acervo castellano. Supongo que algo así pasaría.
Frases e ideas erróneas, equivocadas. Rumores
e inexactitudes que se extienden y que el pueblo los acepta como verdades sin
serlo, incluso muchas personas presumen, se jactan, se pavonean y alardean de
ello sin saber en modo alguno de qué hablan. El pueblo es soberano, o debiera
serlo, pero no siempre está en posesión
de la verdad. Y las verdades cambian como las modas mutan. En el siglo XIX la
mujer gorda era ideal sublime de belleza, fíjate en las rollizas majas de Goya.
A mediados del XX las curvas enloquecían al personal, como así lo hicieron las
de Marylin Monroe o las de Sophía Loren. Hoy nos quieren imponer como ideal de
belleza femenina esqueletos andantes y ello responde, esencialmente, a que
quienes dictan la moda suelen ser personajes de sexo masculino a los que las
mujeres nada les provocan por ser adoradores libidinosos de sujetos de su mismo
sexo.
Aquello que en un tiempo fuera dogma al poco
se convierte en engaño y viceversa. Debíamos convenir todos en que el mundo
está lleno de mentiras, algunas inocentes que se generan por sí solas y que en
nada afectan a la rutina de los vecindarios; pero otras son sibilinas, perversas
e inducidas cuyo fin principal suele ser engordar monederos y demás intereses.
Todas ellas se convierten en axiomas suscritos por la masa y se asumen justo en
el momento anterior de elaborar un mínimo juicio, es decir: son prejuicios,
prejuicios interiorizados que eliminan la posibilidad de realizar a posteriori el
verdadero juicio. Ejemplos de ello hay miles, amigo Sancho. Veamos alguno.
Te cuento que un gran amigo habló conmigo
sobre estas cuestiones y me dijo que las estatuas ecuestres, "cuestren, lo que
cuestren” (cita de Les Luthiers, grandes, grandes) enarbolan o pliegan su
pataje delantero según la forma en que su jinete pasó a mejor vida. Si éste
cayó en batalla el equino de la escultura alza sus patas delanteras en posición
orgullosa y desafiante; si palmó según
natural desenlace el penco encoge el pataje delantero y si feneció por agonías
de heridas de guerra una vez terminado el combate, el jamelgo sólo levanta una
de sus patas. Bien, querido Sancho, sabes que San Martín murió de viejo, que Bolívar
parece ser que lo hizo de tuberculosis y Alejandro el Magno de unas fiebres, y
sabes también que bastantes de las estatuas de esos personajes, y de otros
muchos que no murieron en combate hermosean caballos con las dos patas
delanteras desafiantes y erguidas, o viceversa, observa las de Bucéfalo, el
caballo de Alejandro, en la foto que encabeza, pues en nada se fundamenta dicha
norma salvo en rumores extendidos de quienes presumen con ello en dictar
sentencias inapelables con alardes de orgulloso engreimiento.
Mentirijillas veniales como esa de que el
gótico es un estilo lóbrego, oscuro y demoníaco.
Por no ser de esta época no te corresponde saber que ello responde a la ignorancia de adorar un personajillo de
cómic, el hombre murciélago, Batman, que vivía en una supuesta ciudad llamada
Gótica, o Gotham, cuyo creador diseñó aquellos dibujos con esa tonalidad
oscura. Nada más lejos de la realidad. El gótico es la mayor expresión de la
búsqueda de la luz y del amor de Dios. A modo de ejemplo, cuando visites la
noble ciudad de Burgos, la de León o la de Valladolid, fíjate Sancho en sus
catedrales que fueron construidas bajo ese estilo y costumbre, con enormes
ventanales, con cristaleras de colores y altas torres terminadas en picos
punzantes que se elevan hacia el cielo buscando lo divino, buscando la luz.
Casi todos los mozos de hoy, y lo que no es la juventud, dan el significado
opuesto a lo gótico pues sólo conocen de ello a ese personaje ficticio vestido
de negro y llevado al cine ¿Ves qué fácil es engañar a las masas y tergiversar
los conceptos? Si eso ha sucedido con la idea del gótico, de forma más o menos
involuntaria, imagina lo que sucede cuando se llevan a la práctica estrategias
de información falsa perfectamente diseñadas, cosa que ocurre de forma cotidiana.
Y la información
llega a nuestro cerebro que, por simple comodidad, realiza abstracciones
sencillas y coloca etiquetas o iconos sobre lo que percibimos sea o no sea
verdadero sin realizar un mínimo análisis. Nuestra mente asume como propias las
etiquetas, se convence del mensaje simplista que encierran detrás y vive, o
incluso muere, por ellas, por las etiquetas, por una simple bandera. Amigo
Sancho, cada época tiene sus propios referentes, sus valores y sus fantasías y
no por ello debemos menospreciarla. Por ejemplo, para las gentes de la Edad
Media la naturaleza se basaba en los cuatro elementos que componen tanto el
universo como el hombre: tierra o carne (polvo eres y en polvo te convertirás),
agua o sangre, aire o aliento, y fuego o calor corporal (los cuerpos muertos se
enfrían). Desde los más sabios hasta los más ignorantes, todos mostraban la
misma visión en una cristianización extraída en mayor o menor medida de viejos
símbolos y mitos paganos. Se admitía que la Tierra es plana, inmóvil y que es
el centro del universo, que el fin del mundo se encuentra en el océano
Atlántico, que el ombligo del mundo es Jerusalén, que el Edén está situado en
una montaña donde nacen los ríos Tigris y Éufrates, que el océano Índico está
repleto de islas con metales preciosos, especias y maderas raras, tesoros
guardados por animales y monstruos fabulosos. Sueños de opulencia forjados por
un mundo pobre y limitado en conocimientos.
Hoy nuestro mundo
tiene más conocimientos que jamás cupieron en mentes y bibliotecas y a pesar de
ello seguimos navegando sobre mares de mentiras. De algunas mal intencionadas
ya hemos hablado en otras ocasiones y seguiremos haciéndolo en otras más, pero
hoy, amigo Sancho, me apetece hablar de las mentirijillas sin demasiada
importancia, como esa de que los alienígenas hicieron las pirámides a pesar de
que conocemos las técnicas que utilizaron para ello los antiguos egipcios. Y
aunque no sabemos de todas sus habilidades afirmamos que nuestros abuelos no
eran tan tontos como nos quieren hacer ver los productores de documentales,
artículos y programas de lo misterioso, y que fueron ellos quienes levantaron esos
mamotretos, quienes construyeron ciudades, templos, acueductos, puentes y demás
obras de ingeniería de las que seguimos asombrándonos tras miles de años.
Mitos y
propagandas con las que creamos modelos en los que enfocar nuestros propios
conceptos y así catalogamos el mundo que percibimos para ordenar nuestras
mentes con estructuras sencillas como, por ejemplo, diciendo que París es la “Ciudad
de la Luz". Todos admitimos esa afirmación sin saber por qué motivo se la
llama así. Quizás se deba a que Luis XVI, antes de que depositaran su cabeza en
un cesto, ordenó iluminar la noche parisina con miles de linternas, o quizás
por ser una de las primeras ciudades iluminadas con luz eléctrica, o también, y
por qué no, por ser centro de la revolución liberal que culminó las ideas del
“Siglo de las luces”, por aquello de la proclamación de los “Derechos del
hombre y del ciudadano”, derechos que iluminan las ideas de la modernidad y que
acabaron con el Antiguo Régimen; o simplemente por ser centro fundamental de bohemios
y artistas permanentemente iluminados. Vete a saber, amigo Sancho.
También decimos que París es la “Ciudad del
amor”. Acaso sea por sus famosos burdeles y el surtido de espectáculos llenos
de glamour, de los que aun quedan algunas reminiscencias como es el caso del
Moulin Rouge. O quizás sea por la fama del “Puente de los Candados” al que los
enamorados adornan dejando colgada su propia cerraja arrojando después la llave
al Sena para que nadie pueda romper su compromiso, claro, que nadie habla de
otros puentes similares, como el Puente de Milvo de Roma, o el de Triana en
nuestra Sevilla que bien me recordara mi buen amigo, ni de los cientos de
fuentes de otros lugares en donde se depositan monedas como promesas de amor y
otras cuestiones parecidas. Quizás se la llame así por ser una ciudad a la que
muchos tildan de encantadora, romántica, cautivadora y musa de pintores y
poetas. O quizás sea por la maravillosa escena de la película “Casablanca”
cuando Humphrey Bogart y la encantadora Ingrid Bergman se despiden diciendo
“siempre nos quedará París”.
Sí, querido Sancho, el rey Arturo nunca fue
rey, sino un prefecto romano llamado Lucio Artorius Casto. Robin Hood se
llamaba Robert Hood y se sublevó contra el rey Ricardo II y no contra Juan Sin
Tierra, y lo hizo no por robar a los ricos para dárselo a los pobres sino para
no pagar impuestos. Más de un Robert Hood nos haría falta para que luchase en
nuestros días contra la voracidad de esta Agencia Tributaria que nos asfixia. El
cadáver del Cid nunca fue subido a caballo para asustar a los moros sitiadores
de Valencia. En el Génesis nada se dice respecto a que la fruta que mordieran
Adán y Eva fuese una manzana. Los romanos que presidían un espectáculo de lucha
cuando bajaban el pulgar perdonaban la vida del gladiador derrotado para que
siguiese en esta tierra que pisamos y cuando lo subían ordenaban su muerte para
que su alma ascendiese. A los reyes de Egipto se les llamaba “nesu”, “neb” o
“hemef” pero no faraones. Invocamos a Jesús tras el estornudo del vecino para
espantar al demonio que supuestamente ha salido del cuerpo del resfriado. Y así
hablaríamos hasta aburrirnos de ficciones piadosas que nada dañan.
Cosas veredes, amigo Sancho...
Cosas veredes, amigo Sancho...