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miércoles, 26 de octubre de 2022

ROMANCE DEL MAL FOLGAR

 



Don Julián, conde ceutí,
odió con bravura e frenesí
a Rodrigo el visigodo
por folgar con su hija en tal modo,
e dio las naves a Tarek,
quien de una sola vez
con moros e con saña
quedose con España.

Musa, su mandamás,
ansí quiso folgar
con Egilona, la viuda
de Don Rodrigo, sin duda
mulier de armas tomar
con quien tuvo que casar,
e incitolo a independizar
por lo que pudiera costar
Al Ándalus de Damasco,
aquello fue todo un asco
e costole la cabeza
el folgar sin destreza.

Munuza, fue su valí
en el norte andalusí,
e folgó a Ermesinda, 
de Don Pelayo hermana linda
que mancillado su honor,
indignado e con dolor
de Córdoba presto huyó
e provocó insurrección 
allende la Cuova D'onga
e bailando samba e conga
a moros aporreó,
e Munuza caro pagó
folgar con Emersinda.
Aquello fue la guinda.

Abre bien la oreja
e atiende la moraleja:

La jodienda 
no tiene enmienda, 
e do tuvieres la olla 
no hagas el gilipollas.

Mas el conde barcelonés:
el IV Ramón Berenguer,
el que buena vista afila,
casose con Petronila
heredera de Aragón,
¡mater mea qué collons!
qué gran braguetazo,
enorme zurriagazo,
mire usted por dónde
a príncipe pasó desde conde.
E Alfonso II el retoño
fue rey por todo el moño
de Aragón e señor de Barcelona,
todo bajo su corona,
pues Cataluña aun no había
e por tanto no existía.

Abre la otra oreja
para oír la moraleja:

De tal bodón 
tal pastelón. 

lunes, 17 de octubre de 2022

VINO Y FLAMENCO

 

“El vino es poesía embotellada, un extracto de fuego y veneno, como el flamenco”

 

Amigo Sancho, no diría yo tanto aunque reconozco que mucha gente así lo piensa. Pero dejémonos de distinciones líricas y bucólicas y vamos a lo que vamos. Hacia el 6000 AC, allá por las tierras que milenios después ocuparan los otomanos contra los que valientemente luchó Don Miguel, ya guardaban aquellas gentes el vino en vasijas de cerámica. Armenia, Hajii Firuz Tepe, Bahariya, toda Anatolia, Egipto y, por supuesto, Mesopotamia eran mercados por donde se comerciaba habitualmente con tan codiciado caldo. No obstante siempre fue una bebida snob y muy cara que sólo las clases altas se podían permitir mientras que las gentes más humildes se conformaban con la cerveza. De hecho sabemos que la cerveza también fue una forma de pago en numerosas culturas, especialmente en el Egipto piramidal, de ahí que fuera considerada una bebida más popular, más de la plebe, incluso una bebida de los bárbaros durante el apogeo romano.

 

Y el alto precio del vino provocaba que normalmente lo mezclaran con agua, pues no tenían gaseosa, hasta el punto que resultaba no ser blanco ni tinto, como el vino de Asunción. Dicen que el propio Noé cogió una gran cogorza provocada por un atracón de vino (Génesis 9,21) lo cual demuestra que ya desde entonces era acreedor a grandes e ilustres admiradores. Pero no voy a castigarte con las tajadas, trompas, trancazos, ciegos y demás ebriedades pues de ello ya hay mucho escrito, como también lo hay sobre Osiris, Dionisio o Baco y sus relaciones con semejante néctar. Ni tampoco te hablaré sobre las barbaries y salvajismos a los que lo sometían, como era el hecho de mezclarlo con incienso, miel, pimienta y demás inmundicias que contaminan su pureza y proporcionan brebajes poco honrosos.

 

Gracias al vino tenemos beodos, enólogos y cubas aunque Cuba nada tiene que ver pues parece ser que Colón no se enteraba bien del idioma de aquellos nativos que llamaban “Colba” a su tierra y al transcribir el sustantivo en sus escritos escribía “Cuba”. También tenemos abstemios, o lo que es lo mismo: los que no lo beben (de “abs” que significa separado y “temetum”, nombre que se le daba al vino en la muy antigua Roma). Precisamente una leyenda urbana de aquella época cuenta que el propio Rómulo prohibió a las mujeres tomar vino, pues podía provocarles ciertas alegrías que no gustarían demasiado a sus maridos a quienes se les recomendaba olerles el aliento para asegurar su castidad. Después, para mayor seguridad, se les recomendó rozar los labios y comprobar de ese modo que no tenían el oportuno sabor y, finalmente, introducirles la lengua para obtener una seguridad definitiva. Cuentan que de esta manera nació el apasionado beso, costumbre occidental y romana.

 

Leyendas aparte, lo que sí es cierto es que al que no pillaba la cogorza correspondiente en una de las numerosas bacanales y fiestas romanas le llamaban “amethystus”, es decir, “está sobrio” (del prefijo de negación “a” y de “methyo”, o borracho en griego). Y, por ende, a una piedra preciosa que creían curaba el alcoholismo la llamaron “amatista”, colocándola a modo de collar al correspondiente dipsómano.

 

Pero el vino ha sido fuente de odas, poemas, elegías, inspiraciones, músicas y trovas, fuente de camaraderías, apegos, armonías, afectos y tratos. Siempre se brindó con vino y no podríamos entender nuestro mundo sin tan preciado zumo. Con él nacieron los bares, los restaurantes y casas de comidas que heredamos de aquellos thermopolia romanos (del griego “vender caliente”) donde vendían comida recién hecha para llevar o para tomar allí mismo, en su mostrador o barra, con un vaso de vino aguado, pues la cerveza, como antes te dije, se consideraba una bebida de bárbaros.

 

No podemos olvidar aquellas “tabernas” (habitáculos o tabernáculos que montaban los comerciantes), o las famosas “popinas” donde además de beber podías encontrar servicios sexuales, o simplemente dormir, o de las “cauponas”, precedente de nuestras posadas, ventas y hoteles. En todos estos sitios el vino era el epicentro de su comercio y, tal y como hoy se sigue haciendo en gran parte de la Bética, se servía con la correspondiente “tapa” (trozo de pan aliñado con queso, aceite, jamón y cualquier otro manjar) que cubría el vaso para que las moscas no se lanzasen a nadar dentro, vasos que rellenaban con una medida de unos pocos centilitros a la que llamaban cyathos y que hoy seguimos llamando “chatos de vino”, palabra que también ha dado los términos “chat” o “chatear” que es lo que hacían nuestros abuelos romanos, es decir, hablar mientras degustaban los chatos de vino aguado con su correspondiente tapa.

 

Pero también había momentos en los que el vino se tomaba puro, sin agua ni condimento que desfigurase su verdadera esencia. Ese momento era la cena. Naturalmente la cena de aquellos pudientes que podían costear una buena cantidad de tan adorado caldo y que amenizaban la velada contratando espectáculos para su divertimento. Y uno de los espectáculos más cotizado era, sin duda alguna, las “puellae gaditanae” o chicas bailarinas de Cádiz.

 

Sí, querido Sancho, las jóvenes de Cádiz y, en general de la Bética, eran famosas por su baile y su cante. Bailes provocadores que llamaban la atención por sus “traviesos pies”, según nos cuentan Marcial y Plinio, o como dice Juvenal en sus “Sátiras”: “Acaso esperes muchachas gaditanas que en coro se pongan a entonar lascivos cantos de su país y, enardecidas por los aplausos, exageren sus temblorosos movimientos de cadera”. Curiosamente, querido Sancho, el instrumento con el que acompañaban su baile era la “crusmata baetica”, o castañuelas béticas.

 

Y esto nos hace pensar que eso del flamenco hunde sus raíces en un tiempo mucho más antiguo de lo que nos cuenta tanto presunto experto, al menos quince siglos antes de que llegaran las migraciones gitanas a nuestro reino, y ocho o nueve siglos antes de que por aquí asomaran los musulmanes del Oriente, al igual que sucede con otras muchas cuestiones cuya titularidad les atribuyen a estos últimos tanto ignorante en temas de Historia.