Amigo Sancho, sin
intención de herir sensibilidades, aunque por cosas como esta suelo ganarme el
afecto de mis conciudadanos, en aras a la libertad de expresión y a la verdad
histórica supongo, si suponer se me permite, que también deberían leerse y
hacerse públicos textos como este el próximo día 28 de febrero. Dígase sin más
que:
Ese
señor, a quien el Parlamento Andaluz nombró por unanimidad en 1983 “padre de la
patria andaluza”, Blas Infante, dejó meridianamente claro su andalucismo en su
obra “El ideal andaluz” comenzándola así:
“Andalucía necesita una
dirección espiritual, una orientación política, un remedio económico, un plan
cultural y una fuerza que la apostolice y salve.”
Analicemos:
1. Andalucía necesita una
dirección espiritual (hijos míos, andaluces perdidos en la vida…)
2. una orientación
política (¿cuál? Blas Infante inicialmente era un liberal, un masón ¿se refería
a esa ideología en concreto?)
3. un remedio económico
(precisamente eso es lo que yo necesito, querido Sancho, y creo que cualquiera ¿o no?)
4. un plan cultural (sin
comentarios, remitámonos a los informes PISA)
5. y una fuerza que la apostolice y salve (apostolizar ¿en qué sentido? y eso de salvar… ¿de qué, de
quién? por favor, dejen de apostolizarnos y no nos salven más).
Para
ello, Infante, con su inconmensurable y pétreo rostro, el de todos
los nacionalistas dicho sea de paso, se atreve a entroncar Andalucía con
“Tartesia”, un territorio que jamás existió. Por Herodoto y otros autores del momento conocemos, y por
escasos restos arqueológicos afirmamos que en las provincias de Sevilla, Cádiz,
Huelva y el Algarve portugués, incluso en Badajoz, habitaban unas gentes que vivían en un escalón
por encima del neolítico, sin ciudad alguna que sepamos, a quienes los antiguos griegos bautizaron como tartessos, pero no existe ninguna referencia a una comunidad, pueblo,
nación o como queramos llamarla denominada Tartesia según la tesis del propio
Blas, quien mejor debiera ser proclamado en base a esta circunstancia “padre de
la patria tartesia”, claro que, en ese supuesto, más derecho ostentaría el gran
rey Argantonio o el mítico Habis (leyendas y oscuridades perdidas en esos
siglos de la antigüedad).
Después
la Tartesia de Don Blas fue llamada Baetica por romanos y posteriormente no fue llamada Andalucía por los moros, sencillamente porque estos se referían y así lo siguen haciendo a toda la península. En honor a la verdad debemos decir que el primer
nombre con el que se conoce a nuestra región es ese, la Bética, la tierra del río Betis.
Por aquel entonces los moros eran los mauros del norte de África, los
habitantes de la Mauritania Tingitania, provincia que originariamente fuera
adscrita a la Hispania romana. Con la disolución del imperio romano, los
vándalos, aquellos otros invasores ilustrados y educados que llegaron a
nuestra península se instalaron fugaz y pacíficamente en el sur para recoger
florecillas en los campos de nuestra Bética, al poco fueron empujados por los
visigodos (bajo órdenes de la misma Roma) hasta el norte de África,
reorganizándose en el propio norte de las actuales Marruecos y Argelia a la espera de
recuperar el perdido reino peninsular a manos de los visigodos, su
“Vandalusía”. Así, los vándalos se mezclaron con los mauros quienes integraron
rápidamente la denominación de “Vandalusía” en su acervo de conocimientos
geográficos para llamar de ese modo a aquella “maldita” Hispania romana, en
consonancia con su deseo de borrar del mapa todo lo que oliera a romano,
especialmente por el considerable desprestigio que alcanzó el hecho de serlo
allá por el siglo V, muy especialmente en el norte de África cuya expoliación
latifundista fue excesivamente dura y cruel. A título de ejemplo baste decir
que llegó un momento en el que las provincias romanas de África (más o menos la
actual Túnez) y la Mauritania Tingitania, es decir, todo el norte africano desde Egipto
al Atlántico, estuvieron en poder de unas pocas familias de acaudalados y
explotadores esclavistas y latifundistas romanos.
Pero
su gozo quedó en un pozo puesto que rápidamente los vándalos que añoraban
recuperar su “Vandalusía” fueron barridos del norte de África hasta la total
disolución de su pueblo por Justiniano, aquel gran emperador romano de oriente,
quien reconquistó de nuevo incluso la Bética. Así quedó el nombre de
“Vandalusía” grabado en los dialectos bereberes norteafricanos. El término
bereber es la evolución del vocablo romano “bárbaro” con el que se designaba a
las tribus nómadas de la Mauritania. Pero poco duraría la Mauritania bajo el
nuevo dominio bizantino porque en los siglos séptimo y octavo los árabes de
Mahoma derrotaron al imperio romano oriental arrebatándoles muchas de sus
posesiones, entre ellas todo el norte africano. En esos territorios se organizó
inmediatamente un ejército de bereberes capitaneado por algunos árabes,
enemigos de todo lo romano y de todo lo cristiano para diferenciar lo máximo
posible su joven religión continuista del judaísmo y del cristianismo, y ese
ejército saltó a la península para conquistarla, dejar de llamarla Hispania y
denominarla como los mauros la llamaban anteriormente pero con el nombre
debidamente arabizado “Al Ándalus”, o Andalucía con el sufijo genitivo en su
evolución latina (“ia” tierra de), territorio que abarcó toda la parte
peninsular, ahora en poder de aquellos árabes, sirios y bereberes, desde
Gibraltar hasta Asturias, desde Granada hasta Gerona, desde el Algarve portugués hasta el Cantábrico. Aclaremos otra vez por tanto que Andalucía no era, ni
tampoco sigue siéndolo para los actuales musulmanes, el territorio de la
antigua Bética, sino toda la península.
Andalucía,
es decir, el espacio peninsular en poder de los moros, poco a poco fue
perdiendo territorios. En lo político primero fue un emirato dependiente del
imperio árabe, después se independizó con Abderramán, después se proclamó
califato, después alrededor de 40 mini reinos independientes que nacían, guerreaban entre sí y dentro de sí, se expandían, se contraían y morían, después una
provincia del imperio almorávide, después otros tantos mini reinos también
independientes donde seguían matándose los unos a los otros, después una provincia del imperio almohade, después otros mini
reinos hasta que sólo quedó el reino de Granada, vasallo de Castilla, poco
después de la batalla de las Navas de Tolosa. Precisamente en aquellos momentos
lo que quedaba de la Andalucía árabe/bereber lo formaba el territorio de las
taifas de Sevilla y de Córdoba que pronto cayeron bajo la espada del castellano
Fernando III. A estas taifas los cristianos les siguieron llamando Andalucía,
pero no así a las taifas de Granada, Málaga, Jaén y Almería que ya se fundieron
en las de Granada y Jaén. A título de curiosidad, la de Málaga se unió a la de
Granada después de unas gratificantes negociaciones a filo de espada y de miles
de gargantas cortadas y cuerpos destrozados, según era tradición en las maneras
de proceder dentro de aquel pacífico paraíso donde "convivían
armoniosamente" las tres culturas, como nos cuentan los actuales manipuladores de la historia. Estas demarcaciones siguieron
llamándose reinos de Granada y de Jaén hasta la división territorial
administrativa de Javier de Burgos en 1.839. Algunos registradores y notarios siguieron utilizando la inscripción "Reino de Granada" hasta finales del siglo XIX. Vamos, que jienenses, malagueños,
granadinos y almerienses no llevamos ni doscientos años siendo andaluces, y lo somos por decreto ministerial,
mientras que sevillanos, cordobeses, onubenses y gaditanos lo son desde hace
unos mil trescientos años ininterrumpidamente.
Ahora
pregunto: ¿Andalucía es un pueblo, querido Blas? Quizás el formado por los
descendientes de aquellos cristianos viejos que aquí habitaban antes de las
expulsiones de moros y judíos, bastantes conversos y muchos, muchísimos
repobladores del norte. La mayoría de los apellidos de los actuales andaluces
son gallegos, castellanos, incluso godos. El sufijo “ez” de Jiménez, Pérez,
Rodríguez, Fernández, Martínez, Ramírez, etc. es el genitivo godo, que
significa “hijo de” (sin doble intención, conste), así Fernández es el hijo de
Fernando, o Rodríguez el de Rodrigo, o Rodericus, para ser más exactos.
El
pobre Blas era un nacionalista del momento, de aquellos románticos del siglo
XIX y principios del XX, un noventayochista apesadumbrado con la idea de que
España era el resultado de una derrota, un error histórico, embriagado con las
independencias americanas, especialmente con la cubana, y seguidor de los
nacionalismos gallego, vasco y catalán, continuistas del proceso de
desintegración de España que se iniciara en Argentina y terminara en Cuba y Filipinas,
fascinado con el cuento de Al Andalus y con el islam, hasta el punto de
que, a pesar de que su hija lo ha desmentido, existen pruebas fehacientes de
que el día 15 de septiembre de 1924, durante una estancia en Marruecos, se
convirtió a esa religión en la mezquita de Agmat, ante la tumba de Al-Mutamid,
último rey musulmán de la taifa de Sevilla, en un acto de directo homenaje a
aquel cadáver, cambiándose el nombre de Blas por el de Ahmed (¡ay Blas, que te
vas!). Antes de eso solicitó su entrada en una logia masónica perteneciente al
Gran Oriente de España llamada Isis y Osiris. Creo que no era Andalucía quien
necesitaba una orientación espiritual y cultural precisamente, querido Blas. Tú eras quien las necesitaba, además de una orientación psiquiátrica.
Pidiendo
perdón de antemano, usando un tono irónico con cierto fondo de amabilidad e intentando dejar al margen la inocencia
del sentimiento de muchos andaluces de hoy en día, repito: ¡Ay Blas, que te vas!... y
te fuiste, sí, te fuiste de la razón. Y diste una bandera a tu sueño diciendo
que el verde era el color de los Omeya, precisamente de aquel Abderramán que,
para desgracia de los cristianos y mediante un sangriento golpe de estado, pasó a cuchillo a árabes, a judíos, a bereberes, a los propios cristianos
y a todo el que se antepusiera a sus pretensiones. Por cierto ¿de dónde sacaste
eso de que el verde era el color de los Omeya? Y diste el blanco al centro de
la bandera afirmando que era el color de los estandartes del imperio almohade,
según se deduce de tu excelsa cultura histórica y de esos datos tan
fehacientemente contrastados que traes a colación para ello, supongo que en
honor a que lo que quedaba de la originaria Andalucía era una provincia más de
su imperio con capital en el actual Marruecos sin independencia de ningún tipo, claro que Miramamolín corría
despavorido ante la embestida de Sancho de Navarra en las Navas de Tolosa, quizás por ello en medio
del blanco debiste poner un toque de marrón, en deferencia al acongojo del
emperador almohade…, ah, sí, quizás lo tapaste con un escudo donde aparece un
tal Hércules, más conocido por Melkart o Heracles, lo digo por aquello de las columnas, a pesar de
que una de ellas representa al continente africano… ¡uy, uy, uy!. Bien. Nada que
objetar a tu elección cromática salvo que si hubieras tenido visión de futuro
podías haber puesto en la bandera algo de amarillo por ser el color del sol que
tanto beneficio turístico nos aporta en nuestros días, y por qué no el fucsia
si fue el color de la corbata que llevaste el día de tu boda, si es que fue de
ese color, querido Blas. Bandera, por cierto, que nunca existió hasta que el bueno de Blas la inventó, eso sí, nos hacen cantar que vuelve tras siglos de guerra. Y yo me pregunto ¿Cómo puede volver algo que nunca se fue por la sencilla razón de no haber existido? Cosas veredes, amigo Sancho, cosas veredes...
Pero
lo que me provoca sonrojo y otras veces pena, las que más, es
contemplar cómo todo un Parlamento por unanimidad declaró padre de la
patria andaluza al bueno de Blas, y de cómo lo homenajean cada año el día 28 de febrero, por ser
aquel día en el que el pueblo andaluz NO votó conforme a la legalidad existente
para que el primer Estatuto de Andalucía se redactara de conformidad con el
artículo 151 de la Constitución Española de 1978. Preguntemos a todos los
andaluces si saben qué dice y qué significa el artículo 151 de nuestra
Constitución o si saben su verdadera historia, o la del bueno de Blas, o la verdadera historia de su
Andalucía, desgraciadamente hoy nuestra, para mayor gloria de "EREs"
fraudulentos, políticos ladrones y demás devaneos.
Como
dijo Cicerón, “no saber lo que sucedió
antes de que uno naciera equivale a seguir siendo un niño para siempre”, niños
a los que fácilmente se les puede engañar con un simple caramelo. A veces es
mejor no saber, puesto que sabiendo todo esto más de uno, una, o “une”,
preferiría llamarse bético (habitante de la Bética) antes que andaluz (similar
a vándalo en su estricto significado etimológico), aunque los sevillistas del
Sánchez Pizjuan tendrían mucho que decir sobre el tema.
José Manuel Rubio López.
30-01-2015