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jueves, 26 de marzo de 2015

COSAS VEREDES




Cosas veredes, amigo Sancho que farán fablar las piedras… Pues no. Esa frase, de la que a menudo tengo el vicio de citar sus cuatro primeras palabras, bien sabes que nunca te la dirigió tu señor Don Alonso, mi buen Sancho. Resulta que es mucho más antigua aunque tampoco fuera exactamente así. En verdad se remonta al tiempo en el que el personaje de Rodericus Didaci Campidoctor, el gran Cid caballero donde los haya, le dice en su “Cantar” a Alfonso VI: "Muchos males han venido por los reyes que se ausentan..." a lo que el monarca le contesta: "Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras". Después alguien que no conocemos sustituiría el “tenedes” por el “veredes”, quizás no lo leyó bien, o quizás no lo recordó bien, tal vez algún juglar extendió la palabra incorrecta hasta hacer que la frase forjada con “veredes” pasara a engrosar nuestro rico acervo castellano. Supongo que algo así pasaría.

Frases e ideas erróneas, equivocadas. Rumores e inexactitudes que se extienden y que el pueblo los acepta como verdades sin serlo, incluso muchas personas presumen, se jactan, se pavonean y alardean de ello sin saber en modo alguno de qué hablan. El pueblo es soberano, o debiera serlo,  pero no siempre está en posesión de la verdad. Y las verdades cambian como las modas mutan. En el siglo XIX la mujer gorda era ideal sublime de belleza, fíjate en las rollizas majas de Goya. A mediados del XX las curvas enloquecían al personal, como así lo hicieron las de Marylin Monroe o las de Sophía Loren. Hoy nos quieren imponer como ideal de belleza femenina esqueletos andantes y ello responde, esencialmente, a que quienes dictan la moda suelen ser personajes de sexo masculino a los que las mujeres nada les provocan por ser adoradores libidinosos de sujetos de su mismo sexo.

Aquello que en un tiempo fuera dogma al poco se convierte en engaño y viceversa. Debíamos convenir todos en que el mundo está lleno de mentiras, algunas inocentes que se generan por sí solas y que en nada afectan a la rutina de los vecindarios; pero otras son sibilinas, perversas e inducidas cuyo fin principal suele ser engordar monederos y demás intereses. Todas ellas se convierten en axiomas suscritos por la masa y se asumen justo en el momento anterior de elaborar un mínimo juicio, es decir: son prejuicios, prejuicios interiorizados que eliminan la posibilidad de realizar a posteriori el verdadero juicio. Ejemplos de ello hay miles, amigo Sancho. Veamos alguno.

Te cuento que un gran amigo habló conmigo sobre estas cuestiones y me dijo que las estatuas ecuestres, "cuestren, lo que cuestren” (cita de Les Luthiers, grandes, grandes) enarbolan o pliegan su pataje delantero según la forma en que su jinete pasó a mejor vida. Si éste cayó en batalla el equino de la escultura alza sus patas delanteras en posición orgullosa y desafiante;  si palmó según natural desenlace el penco encoge el pataje delantero y si feneció por agonías de heridas de guerra una vez terminado el combate, el jamelgo sólo levanta una de sus patas. Bien, querido Sancho, sabes que San Martín murió de viejo, que Bolívar parece ser que lo hizo de tuberculosis y Alejandro el Magno de unas fiebres, y sabes también que bastantes de las estatuas de esos personajes, y de otros muchos que no murieron en combate hermosean caballos con las dos patas delanteras desafiantes y erguidas, o viceversa, observa las de Bucéfalo, el caballo de Alejandro, en la foto que encabeza, pues en nada se fundamenta dicha norma salvo en rumores extendidos de quienes presumen con ello en dictar sentencias inapelables con alardes de orgulloso engreimiento.

Mentirijillas veniales como esa de que el gótico es un estilo lóbrego, oscuro  y demoníaco. Por no ser de esta época no te corresponde saber que ello responde a la ignorancia de adorar un personajillo de cómic, el hombre murciélago, Batman, que vivía en una supuesta ciudad llamada Gótica, o Gotham, cuyo creador diseñó aquellos dibujos con esa tonalidad oscura. Nada más lejos de la realidad. El gótico es la mayor expresión de la búsqueda de la luz y del amor de Dios. A modo de ejemplo, cuando visites la noble ciudad de Burgos, la de León o la de Valladolid, fíjate Sancho en sus catedrales que fueron construidas bajo ese estilo y costumbre, con enormes ventanales, con cristaleras de colores y altas torres terminadas en picos punzantes que se elevan hacia el cielo buscando lo divino, buscando la luz. Casi todos los mozos de hoy, y lo que no es la juventud, dan el significado opuesto a lo gótico pues sólo conocen de ello a ese personaje ficticio vestido de negro y llevado al cine ¿Ves qué fácil es engañar a las masas y tergiversar los conceptos? Si eso ha sucedido con la idea del gótico, de forma más o menos involuntaria, imagina lo que sucede cuando se llevan a la práctica estrategias de información falsa perfectamente diseñadas, cosa que ocurre de forma cotidiana.

Y la información llega a nuestro cerebro que, por simple comodidad, realiza abstracciones sencillas y coloca etiquetas o iconos sobre lo que percibimos sea o no sea verdadero sin realizar un mínimo análisis. Nuestra mente asume como propias las etiquetas, se convence del mensaje simplista que encierran detrás y vive, o incluso muere, por ellas, por las etiquetas, por una simple bandera. Amigo Sancho, cada época tiene sus propios referentes, sus valores y sus fantasías y no por ello debemos menospreciarla. Por ejemplo, para las gentes de la Edad Media la naturaleza se basaba en los cuatro elementos que componen tanto el universo como el hombre: tierra o carne (polvo eres y en polvo te convertirás), agua o sangre, aire o aliento, y fuego o calor corporal (los cuerpos muertos se enfrían). Desde los más sabios hasta los más ignorantes, todos mostraban la misma visión en una cristianización extraída en mayor o menor medida de viejos símbolos y mitos paganos. Se admitía que la Tierra es plana, inmóvil y que es el centro del universo, que el fin del mundo se encuentra en el océano Atlántico, que el ombligo del mundo es Jerusalén, que el Edén está situado en una montaña donde nacen los ríos Tigris y Éufrates, que el océano Índico está repleto de islas con metales preciosos, especias y maderas raras, tesoros guardados por animales y monstruos fabulosos. Sueños de opulencia forjados por un mundo pobre y limitado en conocimientos.

Hoy nuestro mundo tiene más conocimientos que jamás cupieron en mentes y bibliotecas y a pesar de ello seguimos navegando sobre mares de mentiras. De algunas mal intencionadas ya hemos hablado en otras ocasiones y seguiremos haciéndolo en otras más, pero hoy, amigo Sancho, me apetece hablar de las mentirijillas sin demasiada importancia, como esa de que los alienígenas hicieron las pirámides a pesar de que conocemos las técnicas que utilizaron para ello los antiguos egipcios. Y aunque no sabemos de todas sus habilidades afirmamos que nuestros abuelos no eran tan tontos como nos quieren hacer ver los productores de documentales, artículos y programas de lo misterioso, y que fueron ellos quienes levantaron esos mamotretos, quienes construyeron ciudades, templos, acueductos, puentes y demás obras de ingeniería de las que seguimos asombrándonos tras miles de años. 

Mitos y propagandas con las que creamos modelos en los que enfocar nuestros propios conceptos y así catalogamos el mundo que percibimos para ordenar nuestras mentes con estructuras sencillas como, por ejemplo, diciendo que París es la “Ciudad de la Luz". Todos admitimos esa afirmación sin saber por qué motivo se la llama así. Quizás se deba a que Luis XVI, antes de que depositaran su cabeza en un cesto, ordenó iluminar la noche parisina con miles de linternas, o quizás por ser una de las primeras ciudades iluminadas con luz eléctrica, o también, y por qué no, por ser centro de la revolución liberal que culminó las ideas del “Siglo de las luces”, por aquello de la proclamación de los “Derechos del hombre y del ciudadano”, derechos que iluminan las ideas de la modernidad y que acabaron con el Antiguo Régimen; o simplemente por ser centro fundamental de bohemios y artistas permanentemente iluminados. Vete a saber, amigo Sancho.

También decimos que París es la “Ciudad del amor”. Acaso sea por sus famosos burdeles y el surtido de espectáculos llenos de glamour, de los que aun quedan algunas reminiscencias como es el caso del Moulin Rouge. O quizás sea por la fama del “Puente de los Candados” al que los enamorados adornan dejando colgada su propia cerraja arrojando después la llave al Sena para que nadie pueda romper su compromiso, claro, que nadie habla de otros puentes similares, como el Puente de Milvo de Roma, o el de Triana en nuestra Sevilla que bien me recordara mi buen amigo, ni de los cientos de fuentes de otros lugares en donde se depositan monedas como promesas de amor y otras cuestiones parecidas. Quizás se la llame así por ser una ciudad a la que muchos tildan de encantadora, romántica, cautivadora y musa de pintores y poetas. O quizás sea por la maravillosa escena de la película “Casablanca” cuando Humphrey Bogart y la encantadora Ingrid Bergman se despiden diciendo “siempre nos quedará París”.


Sí, querido Sancho, el rey Arturo nunca fue rey, sino un prefecto romano llamado Lucio Artorius Casto. Robin Hood se llamaba Robert Hood y se sublevó contra el rey Ricardo II y no contra Juan Sin Tierra, y lo hizo no por robar a los ricos para dárselo a los pobres sino para no pagar impuestos. Más de un Robert Hood nos haría falta para que luchase en nuestros días contra la voracidad de esta Agencia Tributaria que nos asfixia. El cadáver del Cid nunca fue subido a caballo para asustar a los moros sitiadores de Valencia. En el Génesis nada se dice respecto a que la fruta que mordieran Adán y Eva fuese una manzana. Los romanos que presidían un espectáculo de lucha cuando bajaban el pulgar perdonaban la vida del gladiador derrotado para que siguiese en esta tierra que pisamos y cuando lo subían ordenaban su muerte para que su alma ascendiese. A los reyes de Egipto se les llamaba “nesu”, “neb” o “hemef” pero no faraones. Invocamos a Jesús tras el estornudo del vecino para espantar al demonio que supuestamente ha salido del cuerpo del resfriado. Y así hablaríamos hasta aburrirnos de ficciones piadosas que nada dañan. 

Cosas veredes, amigo Sancho...

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